‘Las vidas de Marona’ hace gala de una imaginación y una libertad desbordantes que desembocan en una certeza irrefutable: todos estamos de paso por un mundo lleno de maravillas y terrores

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30 Dic 2020
Víctor Esquirol
the nest

El estreno de Las vidas de Marona es una excelente noticia: el nuevo trabajo de Anca Damian me invita a dejarme maravillar por uno de los apartados visuales más impresionantes que haya visto últimamente en una pantalla de cine.

La película en cuestión ofrece muchos argumentos en su favor como para estar suspendido en una nube de placer artístico. El cine, en parte, trata sobre esto: invocar un tipo de evasión que trascienda lo meramente sensorial… por muy espectacular que pueda llegar a ser (y efectivamente lo es) este aspecto. De hecho, la protagonista de esta historia se nos presenta, muy traumáticamente, a punto de trascender.

Se trata de una perrita que al salir a la calle, ha sufrido un terrible accidente. El agobio y el despiste del momento han hecho que no repare en un vehículo que, cuando impacta contra ella, le hace ver literalmente la película de su propia vida.

Así pues, la historia está planteada como un mega-flashback, o si se prefiere, como un empalme de flashbacks que nos va a llevar a repasar los momentos estelares de una persona cualquiera. De una existencia aparentemente insignificante, pero que en realidad nos ayudará a reconciliarnos con los siempre fantásticos placeres del descubrir, es decir, a entender mejor el mundo en el que nos ha tocado sobrevivir.

Como en Al azar de Baltasar, clásico de Robert Bresson, adoptamos el punto de vista de un ser al que, para bien o para mal, no le queda otra que ligar su destino al de sus sucesivos amos, y cuyos ojos, inevitablemente, reflejarán los tics más identitarios de la sociedad en la que vivimos.

Con esta excusa, la directora toma una de las decisiones -formales- que más van a condicionar el producto, y con ello, acierta de lleno. La imprevisible concatenación de avatares que marcan nuestro recorrido del nacimiento a la muerte es plasmada con un gusto tal por lo heterogéneo que a veces el resultado global parece que solo pueda definirse como collage visual.

La animación de vanguardia da paso, de manera aparentemente naïf, a la más tradicional, pasando antes por juegos de sombras chinas o por espectáculos de marionetas.

Las vidas de Marona se comporta así como un espectáculo circense con tantas pistas como pruebas nos va planteando la vida. El plano formal en realidad son muchos y, entre todos, exhiben una libertad y una inventiva igualmente desbordantes; ideales para plasmar, en imágenes y sonidos, una idea que, a priori, parecía que no podría ser contenida en una pantalla. Esto es, el saber que todos estamos de paso por un mundo lleno de maravillas y terrores.

Tanto un extremo como el otro se ven magnificados por las deformidades subjetivistas impuestas por la adopción del punto de vista de la protagonista, un ser precioso que pide nuestra comprensión y protección.

Como la propia película, de hecho, un producto aparentemente diseñado para el consumo de los niños, pero que en realidad contraviene las recetas pedagógicas del presente, haciendo salir a su target de la burbuja protectora en la que habitualmente le situamos.

Así, aunque en ella siempre acaben pesando más los valores de la bondad, Las vidas de Marona se las ingenia para mirar de frente (pero sin renunciar jamás a un sentido poético desbordante) temas tan incómodos como la soledad o la depresión; para que estos calen en el relato, pero también para que nos ayuden a nosotros a apreciar más las alegrías que, a lo mejor, nos esperan después de dichos baches.


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