La presentación de la Selección Oficial de la 74ª edición del Festival de Cine de Cannes estuvo evidentemente marcada por la sonada ausencia del certamen francés la temporada pasada. En 2020, la pandemia del coronavirus, ya lo sabemos, logró lo imposible: dejarnos sin la celebración fílmico-festivalera más importante del calendario.
Y claro, esto no podía repetirse otra vez. Salió Thierry Frémaux, director artístico de la cita, a presentar una lista de films que, según él mismo remarcó, se había confeccionado durante casi dos años. Si a Cannes la providencia le dio tanto tiempo para armarse, era de prever que la terna final de títulos fuera espectacular.
Cannes 2021: una terna espectacular
Y de verdad que lo fue. Tanto, que hasta quedaron mitigadas las inconveniencias causadas por las medidas de contención de la pandemia (algunas de ellas, en apariencia excesivas; otras, resultado de negligencias preocupantes por parte de la organización).
Volver este año de Cannes después de haber recorrido todo el programa propuesto por Frémaux y su equipo, garantizaba tener controlada prácticamente toda la nueva temporada de cine de autor. Pues como en cualquier otro año. Pero este, de manera más evidente. Y efectivamente, dejando atrás la Croisette, irían en el zurrón una cantidad increíble de películas.
También debe decirse que la selección final distó mucho de ser perfecta. Por el camino fueron apareciendo más tropiezos de los esperables (Sean Penn, cómo no, pero también Ildikó Enyedi, Arnaud Desplechin…), esto sí, cuando Cannes encestaba, era como una de estas canastas tiradas desde el medio del campo, a falta de pocas décimas de segundo para que sonara la bocina, y cuya concreción te hace ganar un partido.
Así de épico; así de perfecto. Este año, por cierto, tuvimos la ocasión de ver no una, sino tres películas perfectas, se miraran cómo se miraran. Y ninguna de ellas conquistó la gloria reservada a la Palma de Oro.
Titane: atracción sobre ruedas
Esta fue para Titane, segundo film de la joven cineasta francesa Julia Ducournau. Quien hará cinco años sorprendiera con su ópera prima Crudo (sobre los instintos caníbales que se despertaban en una estudiante universitaria), ahora hizo lo propio con un salvaje e imprevisible cuento sobre una chica que se sentía sexualmente atraída por coches.
Y con esto (y muchas otras gamberradas) acabó conquistando el favor de un Jurado presidido por Spike Lee. Ningún miembro mostró la más mínima señal de disconformidad con la decisión, y esto que como apuntó la propia Ducournau, esta era claramente una película imperfecta.
Como lo somos nosotros, ¿no? Pudiendo elegir entre los resultados apabullantemente impecables del japonés Ryûsuke Hamaguchi (Drive My Car), o el tailandés Apichatpong Weerasethakul (Memoria), o el coreano Hong Sang-soo (In Front of Your Face, esta última, no estuvo ni incluida en el Concurso por la Palma de Oro), Cannes reservó sus mayores honores a la orgullosísima imperfección de Julia Ducournau y su Titane.
Una película que, desde su escena de introducción, dejó claro que disfrutaba dando volantazos. Cambiando bruscamente de rumbo: una vez, y otra, y otra más… sin pensar mucho en lo que vendría a continuación; sin temer los peligros presentes en los territorios que iba a explorar.
La Ducournau más “titánica” nos redescubrió así los inmensos placeres del cine de género más desenfrenado, aquel que nos invita a mirar allí donde siempre nos habían dicho que debíamos apartar la vista. Y por supuesto, el resultado fue imperfecto.
No fueron pocos los momentos en que pudimos hacer una mueca de disconformidad (o de desconcierto) ante lo que estábamos viendo. Pero de nuevo, a un festival como Cannes se viene a jugar, Spike Lee y los suyos lo sabían, y de verdad que fue glorioso que nos lo recordaran.
La perfección asiática
Entonces, ¿dónde quedó esa perfección de estos tres maestros asiáticos? En un segundo plano que, de hecho, tampoco dolió. Porque lo importante, al fin y al cabo, es que estuvieran allí, que los viéramos, que nos impregnaran con su arte. Y a fe que lo consiguieron.
Hong Sang-soo, como se ha dicho, lo hizo desde el rincón recientemente creado de Cannes Premières. Y es que a simple vista, parecía que su nuevo largometraje, de apenas hora y cuarto de duración, era algo demasiado insignificante como para tenerse en cuenta. Y en parte ahí estaba la gracia.
En defender el valor inmenso de una película pequeña. De hecho, buena parte de la filmografía de Hong Sang-soo se explica a través de esta máxima. Una mujer volvía a Corea del Sur, su país natal, y ahí se reencontraba con su anterior, vida.
Ella, a la mínima que podía, daba gracias (a no se sabe quién o qué) por cada momento de felicidad que le ofrecía la vida, y en esta línea, disfrutaba y saboreaba cada momento en compañía de otras mujeres (todas ellas, cómo no, auténticos seres de luz)… hasta que llegó ese escenario tan repetido en el universo de tan prolífico maestro. Una comida que se alargó hasta la cena, un restaurante donde no faltaba el suministro de alcohol, un director de cine que quería trabajar con la protagonista de esta historia.
El cine se plegaba de nuevo sobre sí mismo, para seguir purgando, esto sí, los demonios interiores de un ser visiblemente atormentado. De una sencillez desarmante, tanto como la baja calidad en la resolución de imagen. “Lo que ves es lo que hay”, parecía decirnos el cineasta, y con esto nos reímos a morir, pero también nos estremecimos ante esa verdad que nos iguala: la vida se acaba.
Drive My Car: un escándalo magistral
Con la muerte de un ser querido inició precisamente Drive My Car, nuevo film de Ryûsuke Hamaguchi, adaptación de un relato de Haruki Murakami que, al mismo tiempo, se apoyaba en la preparación de una obra teatral de Anton Chejov.
Así estaba el nivel, y así se comportó, durante casi tres horas, una película que fue una clase magistral de todo lo que tocó. El cine, claro, pero también el teatro, y por supuesto, el intrincado reino de las emociones humanas. Siempre pulcro, siempre dando en la tecla: un escándalo.
Uno más a manos del que seguramente pase por ser ahora mismo el autor más dotado e inspirado de la cinematografía japonesa. Pero por encima de él, y de cualquier otra persona, estaba Apichatpong Weerasethakul, ese maestro tailandés que ya se ha situado por encima de cualquier país, continente o, ya puestos, época.
Memoria: salvaje odisea sonora
Para su esperada Memoria, nos llevó a lo más profundo de la selva colombiana. Lo hizo en compañía de una Tilda Swinton en su salsa, quien encarnaba a una criadora de orquídeas que no podía dormir porque un fuerte golpe de procedencia y naturaleza igualmente desconocidas, llegaba a sus orejas (y solo a las suyas) en los momentos más inesperados.
Weerasethakul propuso una increíble odisea sonora, cuyo propósito no era otro que el de invitarnos a redefinir nuestra relación con el mundo; con cada imagen y sonido que este nos propusiera. El cine como extraño objeto de poder transformador; como experiencia que no se puede describir, solo vivir.
Benedetta: santa provocación
Propósitos parecidos perseguía el “holandés errante” Paul Verhoeven. Por fin pudimos ver Benedetta, o las aventuras de una monja lesbiana en la Italia renacentista… a manos del director de Instinto básico. Ojo, peligro. Y sí, por supuesto la película fue a provocar, a agitar dos de los pilares de nuestra sociedad, vistos aquí como lo que también son: dos generadores de tabús.
Asociándose con Virginie Efira, el hombre se rió “de todo Cristo”, con un espíritu blasfemo que, en realidad, estaba ahí para quitarnos la tontería que llevamos encima. Verhoeven arremetió contra los demonios de la (auto-)censura; contra las fuerzas del Mal que nos impiden ser quienes realmente somos. En algún lugar del Palais des Festivals, Julia Ducournau debía estar aplaudiendo con toda su alma.
The French Dispatch: el festín del chef Anderson
Mientras, Wes Anderson se dedicó a seguir engrandeciendo su espectacular carrera. Con The French Dispatch, nos conquistó por enésima vez gracias a ese virtuosismo formal marca de la casa. Escenarios artesanales se montaban y desmontaban en cuestión de segundos, para intentar seguir el ritmo frenético al que avanzaban una serie de historias que, en última instancia, debían erigirse en último gran homenaje a la edad de oro del periodismo.
Una guía turística, un ensayo artístico, una crónica política, una crítica gastronómica y un obituario. Formidable repertorio episódico para un derroche visual, conceptual y humorístico. Otro festín a cargo del chef Anderson, un artista que llevará más de dos décadas instalado en un estado de inspiración sublime.
Belle: animado placer rococó
Por último, pasamos del virtuosismo al “virtualismo”. El animador japonés Mamoru Hosoda presentó Belle, su nueva pieza después del éxito de Mirai, mi hermana pequeña. De lo que se trataba aquí era de adaptar el clásico cuento de La Bella y la Bestia, pero llevarlo a un espacio futurista más parecido al de Ready Player One.
Tomando sabiamente algunos mecanismos del cine Disney más reciente (los números musicales se nos presentaron al más puro estilo Frozen), Hosoda volvió a entregarse a los excesivos placeres de los visuales rococó. Todo estaba sobrecargado: cada imagen, cada línea de diálogo, cada situación. Y claro, el conjunto se debatió constantemente entre la lucidez y la exasperación; entre la perfección y la imperfección. Como todo el festival de Cannes, vaya.