En Conversaciones con Billy Wilder, un libro imprescindible donde Cameron Crowe repasa la trayectoria del maestro a través de unas brillantes y extensas entrevistas, se incluye en sus últimas páginas una lista de consejos útiles para guionistas que no solo siguen vigentes, sino que demuestran que el director de Un, dos, tres iba un paso por delante del resto. Y lo sigue haciendo. Entre sus reflexiones, hay una que siempre me llamó la atención: “Si hay un problema en el tercer acto, el problema realmente está en el primer acto”.
¿Qué quería decir con esto el cineasta? Muchas cosas, supongo… Que los mimbres de la historia se colocan durante esos primeros quince o veinte minutos. Que ahí es donde se presenta a los personajes, el conflicto principal y, por supuesto, el tema. Pero intuyo que Wilder, con todo esto, se refería también a un concepto que me ha perseguido siempre, desde el día en que caí rendido ante él: “sembrar”.
¿Cómo lo haría Lubitsch?
Y es que, como en tantas otras cosas, el dueño de la famosa placa “¿Cómo lo haría Lubitsch?” era muy diestro a la hora de plantar elementos en el guion y sacarlos o recogerlos más adelante, mostrando que en un buen texto nada es gratuito y que un pequeño detalle puede ofrecer multitud de interpretaciones a través de sus distintas apariciones, haciendo crecer la historia y los personajes.
En mis clases -como en las de tantos otros guionistas, seguramente- siempre sale a relucir el guion de El apartamento, coescrito con I.A.L. Diamond, como un tótem de la escritura cinematográfica. Y aunque es cierto que se pueden comentar infinitos aspectos sobre esta –¿podría decirse así?- perfecta pieza de artesanía, el sembrar y su némesis, recoger, es uno de sus máximos logros.
El apartamento es una comedia que, como las mejores, surge de una tragedia perfectamente camuflada
El apartamento es una comedia que, como las mejores, surge de un drama. En este caso, de una tragedia perfectamente camuflada entre los gags de un guion y una dirección perfectamente armadas y la vis cómica de dos gigantes como Jack Lemmon y Shirley McClaine.
El primero es C.C. ‘Buddy’ Baxter, un oficinista del que sabemos, además de que alquila su piso a sus superiores para que arrastren allí a sus ligues, que tiene una pistola con la que se intentó suicidar en el pasado, pero con la que solo alcanzó a dispararse torpemente en la rodilla.
La pistola y la tarta de frutas
Y McClaine es Fran Kubelik, una ascensorista enrollada con su jefe (y el de Baxter), el señor Sheldrake, conocido entre sus secretarias por liarse con todas sus empleadas para más tarde abandonarlas y despedirlas a cambio, eso sí, de enviarles todos los años una tarta de frutas por Navidad. Y es curioso, porque estos dos datos –la pistola y la tarta de frutas– con apenas presencia en la trama y que prácticamente pasan desapercibidos, resultan al final tan vitales para congregar emoción y comedia en un final, diría, impecable.
Y es que, cuando Fran planta a Sheldrake en Nochevieja para ver a Baxter y decirle que es a éste a quien ama, lo que escucha al subir las escaleras del apartamento es un estampido, casi una explosión, y el rostro de McClaine (y nuestro recuerdo de que Baxter tiene un arma) nos lleva a pensar que puede haberse suicidado. Pero no es así. Bud abre la puerta y en sus manos chorrea una botella de champán recién abierta, evidente culpable del estruendo.
Nada de eso se entendería si esas pequeñas gotas de diálogo no estuvieran sembradas en el momento adecuado
Aun así, Fran no tarda en preguntarle a Baxter si está bien y, afinando más el gag, interesarse por su rodilla. Y cuando él le pregunta qué ha pasado con el señor Sheldrake y Fran explica que le enviará “todos los años una tarta de frutas por Navidad”, Bud entiende que ese idilio ha terminado y pueden estar juntos al fin.
Y nada de eso se entendería si esas pequeñas gotas de diálogo no estuvieran sembradas en el momento adecuado y recogidas cuando corresponde. Y eso es lo que, entre otras cosas, hacía un maestro como Billy Wilder, un director de films indispensables sustentados sobre guiones escritos a cuatro manos junto a mentes tan lúcidas como la de Charles Brackett o (mi favorito) I.A.L. Diamond.
“Nadie es perfecto”
Y es que poca gente sabe que fue Diamond quien creó la frase que cierra Con faldas y a lo loco, aquel: “Nadie es perfecto”. O que ese mismo guion incluye al final una ironía jamás rodada: “Y aquí empieza otra historia, pero no sabemos si el público está preparado para ella”. O que el libreto de El apartamento se cierra con una línea poética y deliciosa: “Y eso es todo. En cuanto a la historia”.
Porque Billy Wilder fue, ante todo, fue un creador libre que disfrutaba con cada palabra, cada escena y cada diálogo, y eso permitía que los espectadores o los lectores de sus guiones (desde el director del estudio al meritorio de dirección) disfrutaran con su escritura.
Y que también sufría, claro, como hacemos todos en algún momento de este oficio. Por eso, solía contar que cuando le tocaba escribir quería estar rodando y que, cuando rodaba, deseaba estar escribiendo. Contradicciones que nos acompañan en esta profesión y en la vida, y ponen de relieve que los genios, en la siembra y en la recogida, siguen siendo humanos.
Y eso es todo. En cuanto a la columna.