‘Toy Story 4’ se gana el cielo por ese estupendo sentido de la improvisación que históricamente ha caracterizado a las mejores producciones de Pixar, pero si logra calar de forma tan contundente es por la facilidad con la que nos permite bucear en su océano de subtextos

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23 Jun 2019
Víctor Esquirol
the nest

La última vez que vimos a Woody, Buzz y compañía, fue hará ya casi diez años. Esto, para empezar, debería darnos una mínima noción de lo escandalosamente rápido que corre el tiempo, y después, ya que estamos, debería servir para introducirnos en las temáticas y el tono que ha ido adquiriendo una saga que, visto lo visto (y ahí está la noticia) no se cansa de acertar.

La última Toy Story fue, no está de más recordarlo, aquel maravilloso tercer capítulo dirigido por Lee Unkrich (uno de los mayores puntales de la Pixar), una película tan escandalosamente redonda, que parecía que su cometido fuera el de cerrar un círculo.

Cerrar ciclo, si se prefiere, y reafirmar el carácter inmortal (por mucho que, minutos antes, nos temiéramos lo peor en aquella terrorífica incineradora) de esos juguetes con los que, de hecho, empezó a forjarse el carácter imperecedero de la factoría del flexo saltarín.

Al final de aquel tercer episodio, respiramos aliviados, por fin, con la transición de Andy a Bonnie, guinda emocional dorada, no solo porque la felicidad volvía a llenar nuestro corazón, sino más bien porque se acababa de definir un movimiento trascendental.

Esto es, el regreso a la casilla de inicio. A esa infancia que, milagro, volvía a empezar, en una especie de paraíso reconquistado, en parte, a través de una concepción circular (cómo no) del tiempo. Como en aquellos castigos que las divinidades clásicas infligían, ad eternum, a sus peores enemigos… solo que aquí el tormento se convertía en una dicha infinita.

En la promesa reconfortante (o esto interpretamos algunos) de que después de Bonnie, llegaría otro chaval que hiciera bueno aquello de “hasta el infinito, y más allá”.

El cuento de nunca acabar; la historia interminable lo era porque cuando llegaba a ese punto aparentemente irresoluble, se las ingeniaba para invocar el refugio de la repetición. Y la rueda, seguiría girando. El cine, o al menos el negocio que está asociado a él, ya es esto. Y parece que ya nos va bien…

Es por esto que algunos (y aquí me incluyo) contuvimos la respiración cuando la Pixar anunció la producción de una nueva Toy Story. Porque manosear dicha franquicia era perturbar la -aparente- perfección de las Sagradas Escrituras, pero también porque plantear una nueva historia era atentar, a lo mejor, contra ese círculo, igualmente sacro.

Y efectivamente. Precisamente por esto, Toy Story 4 se reivindica como un objeto valiosísimo, no solo porque es digno de la preciosa herencia ante la que debe responder, sino también porque se siente a gusto comportándose como una valiente invitación a cuestionar el discurso escrito por sus antecedentes.

Para ello, el debutante Josh Cooley decide empezar rompiendo la lógica temporal… incluso visual de la saga. Su película arranca con un flashback que nos hace retroceder, sorpresa, casi diez años en el calendario. En ese momento, la -cruel- providencia ofrece a Woody unos segundos (solo esto) para resolver un dilema que más que sentimental, es filosófico. Existencial, vaya.

Al hacerlo, el pobre muñeco queda trágicamente tendido sobre el frío asfalto; expuesto, por si todo esto fuera poco, a unas inclemencias climatológicas que proporcionan una extraña iluminación a tan traumática apertura.

Es la Pixar, funcionando de nuevo a pleno rendimiento. A nivel tanto emocional como técnico. El cuadro propuesto, fotografiado de manera foto-realista, no solo deslumbra a la vista, sino que también parece dirigirse a esa región del cerebro destinada a distinguir la fantasía de la realidad. Es, tal vez, una llamada a que los pies se anclen al suelo.

De repente, esa ilusión pixariana nos habla de los conflictos y dudas que ahora mismo abordan nuestra existencia. Entra en escena una de las nuevas adquisiciones en este plantel interminable de objetos animadísimos.

Se trata de la crisis de identidad personificada: una cuchara que a lo mejor es tenedor; un juguete que se siente a gusto con una condición de desecho que, ahora lo sabemos, puede ser también motivo y motor de orgullo. Se admiten segundas lecturas, por supuesto… pero también se permite (faltaría más) disfrutar de una superficie que es puro desparpajo.

Toy Story 4 se gana el cielo primero por ese estupendo sentido de la improvisación que históricamente ha caracterizado a las mejores producciones de Pixar (y de hecho, a todas las aventuras que sean dignas de recordar), y después por esa impecable gestión de un entretenimiento que no necesita recurrir a la broma para hacernos sonreír (véanse los desternillantes desvíos terroríficos tomados por los personajes animados por las voces inseparables Jordan Peele y Keegan-Michael Key).

Pero si logra calar de forma tan contundente (otro sine qua non en la adjudicación de la excelencia en esta factoría) es por la facilidad con la que nos permite bucear en ese océano de subtextos propuestos.

Volvemos a ese tenedor-cuchara, a esa invención literalmente surgida de las manos de Bonnie… y cuyo rol lo asignarán unos seres demasiado obcecados con el que parece ser su propósito vital.

Woody, a todo esto, se muestra como una herida sentimental con patas, que ha decidido suplir sus pérdidas e inseguridades comportándose como una especie de ángel de la guarda que, como tal, se debe por completo a las necesidades y caprichos de ese demiurgo sin el cual, en teoría, no puede existir la alegría.

Ayudar a los demás por miedo a no poder ayudarse a uno mismo. A todo esto, siguen las trifulcas de los juguetes, los cuales no pierden, como único punto de referencia posible, la noria de una feria de provincias. La rueda sigue girando…

Hasta que Josh Cooley, en un acto que solo puede catalogarse de heroico, decide romperla. O por lo menos dejarnos claro que existen otro caminos, más allá de las vueltas que ésta propone. El destino da un paso al lado, y deja un hueco al libre albedrío.

Toy Story 4 alcanza la emoción de la eternidad al destapar su plan maestro, el cual es, si se me permite, magistral.

Enfrentándose a la relación fundacional que junta a los juguetes con sus legítimos (?) propietarios, resuelve las preguntas que a lo mejor no habíamos osado plantear ante el milagro cegador de la creación.

Así, se sale del círculo de la auto-complacencia; así, se abre la puerta a la liberación de la emancipación, esa solución tan dolorosa, que a la fuerza tiene que ser esa catarsis sin la cual no podía haber un final verdaderamente satisfactorio. Pixar en su gloriosa salsa.


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