‘Tiempo después’ tiene vocación de parábola crepuscular, es una crítica muy pesimista sobre la sociedad contemporánea y no puede verse como continuación de ‘Amanece que no es poco’

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30 Dic 2018
Juan Antonio Bermúdez
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Título original: Tiempo después
Duración: 95′
Nacionalidad: España-Portugal
Dirección: José Luis Cuerda
Guion: José Luis Cuerda sobre una novela de su autoría
Música: Lucio Godoy
Fotografía: Pau Esteve Birba
Montaje: Emma Tusell
Intérpretes protagonistas: Miguel Rellán, Carlos Areces, Blanca Suárez, Roberto Álamo, Daniel Pérez Prada, César Sarachu, Arturo Valls, Berto Romero, Gabino Diego, Manolo Solo, Antonio de la Torre, Jaquín Reyes, Raúl Cimas, María Ballesteros, Pepe Ocio, Andreu Buenafuente, Nerea Camacho, Estefanía de los Santos, Secun de la Rosa, Martín Caparrós, Eva Hache, Iñaki Ardanaz, Javier Bódalo

Ninguna de las tres palabras que titulan esta crítica tiene intención despectiva.

Compré la entrada para Tiempo después sin poder liberarme de un prejuicio: la película no iba a resistir la comparación con su mítico precedente y sospechaba que esa sombra sería su principal problema. Acerté a medias.

Estaba condenado de antemano a la desilusión mi intento de conectar la genuina hilaridad de Amanece que no es poco con esta amarga risotada chanante del mismo director. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos de 1989. José Luis Cuerda, tampoco. Y el cine español, tampoco.

Ese fracaso de la expectativa con respecto al referente no es, sin embargo, demasiado grave. Por eso digo que mi prejuicio acertó solo a medias.

Si acaso, en este sentido, lo que resulta un poco irritante es la reincidencia en algunos recursos. Algo así como si nos contaran demasiadas veces el mismo chiste.

Pienso en la caricatura de los acentos, por ejemplo. Pero más que nada en la sobreexplotación de algo a priori muy divertido: descontextualizar un cultismo, un texto poético o filosófico, Hegel, Faulkner o Vallejo, y hacer que un actor lo suelte en la barra de un bar o en una barbería. En 1989 era algo asombrosamente fresco, incluso revolucionario. Treinta años después, desternillados por la trituradora del posthumor, resulta mucho menos gracioso.

Nada de esto es grave y, como decía más arriba, tampoco lo es cierta melancolía defraudada que pueda sentir el espectador mitómano.

Lo chanante, esa actualización manchega y postmoderna del esperpento, ha terminado por devorar a Cuerda, su padre espiritual. Y eso tampoco está nada mal.

Por las venas de Tiempo después corre abundante sangre televisiva. Y no solo porque la mitad de su reparto sea más famoso por sus apariciones en la pequeña pantalla que por asomarse a la grande. Tiene más que ver con la precaria fragmentariedad en la que se va tejiendo a veces de forma un tanto forzada su guion, con esa explosiva cadena de risas (o risotadas, sin menosprecio) hacia la que sus diálogos apuntan, ahogando a veces la fluidez de la historia.

De hecho, la soberbia puesta en escena con la que han resuelto su atrevida premisa futurista (un trabajo excepcional del director artístico Pepe Domínguez del Olmo y la decoradora Gigia Pellegrini) responde a las necesidades de un planteamiento que remite a menudo a un buen espectáculo televisivo de sketches.

A estas alturas, debería quedar claro: Tiempo después no es una secuela ni siquiera “espiritual”, como se ha dicho, de Amanece que no es poco. Es otra película en la filmografía dispar y casi siempre sugerente de José Luis Cuerda. Comparte con las demás lo que el mismo director denomina “un magma” de obsesiones y líneas de fuga ideológicas. Y pertenece a esa clase de cine que solo el tiempo decantará hacia el lado de lo memorable o hacia el de lo prescindible. Vista una sola vez, no me queda demasiado claro su destino.

Lo que más me cuesta aceptar es precisamente aquello que quizá mejor la distingue: su vocación de parábola crepuscular.

Cuerda siempre me ha merecido un gran respeto. Confirmo (en entrevistas como esta) que no quiere imponer una tesis sino plantear una invitación a meditar sobre la sociedad actual y los males que la aquejan. Pero su pesimismo me parece tan macizo que apenas deja espacio para la reflexión. Es una entrega más de un cierto desencanto generacional burgués muy reconocible al que le viene que ni pintada la banda sonora que Joaquín Sabina aporta sobre los títulos de crédito.

Aunque comparta con el diagnóstico de la película el mismo espanto ante las formas en las que el absolutismo capitalista nos somete, para respirar me parece imprescindible seguir creyendo en aquella defensa gramsciana que pedía afrontar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. También en el cine. Y me temo que ese no es el caso de Tiempo después.


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