Con la Palma de Oro del Festival de Cannes y cinco nominaciones en los Premios de la EFA, llega a las pantallas españolas ‘The Square’, definida por algunos como una “comedia”. Pero esta etiqueta no convence a nuestro crítico, para el que Robert Östlund “sale airoso de una aventura densa y arriesgada”.

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12 Nov 2017
Manuel Castro
the nest

FICHA TÉCNICA

Título original: The Square
Duración:  142 min.
Nacionalidad: Suecia
Director:  Ruben Östlund
Guión: Ruben Östlund
Fotografía: Fredrik Wenzel
Intérpretes: Claes Bang, Elisabeth Moss, Dominic West, Terry Notary

The Square es un simple cuadrado marcado en el patio de un museo de arte moderno. Un “santuario para el respeto y la solidaridad entre personas”. Una convención que los visitantes pueden aceptar como aceptan que las rayas del paso de cebra dan prioridad a los peatones. ¿Una paparrucha, una metáfora del gran contrato social, las dos cosas? Este es el punto de partida de una cinta que algunos han querido despachar calificándola de “hilarante” -¿de qué se reirán?- o definiéndola como una irregular “serie de gags”. No, usar unas gotas de humor para provocar tres o cuatro amargas sonrisas en más de dos horas de película no es hacer una comedia al uso. Ya el oxímoron comedia sueca debía haberme hecho sospechar. La propuesta que nos ofrece Östlund tira con bala, es fuego real y está dibujada con una eficiencia digna del mejor diseño sueco. Sale airoso de una aventura densa y arriesgada. Hay profundidad, frescura, ritmo y sapiencia para colocar la cámara.

Oscilamos entre el magnetismo de dos polos opuestos: la animalidad primigenia y la vanguardia de la civilización. Para representar ésta, Östlund escoge un mundo conceptual, intelectualizado hasta el paroxismo: el arte contemporáneo, al que critica desde lugares comunes que no están a la altura del resto de su narración. Salas vacías, elitismo, discurso ininteligible… no faltó ni el consabido malentendido del personal de la limpieza. Son críticas legítimas, claro, y probablemente fundadas, pero tan repetidas en tantos sitios, con tanto ahínco, con tan poca ecuanimidad, sin ampliar la perspectiva ni un milímetro que me hacen pensar en la intransigencia absoluta que nace de la absoluta comodidad. El tiempo dará y quitará razones, pero no olvidemos que los cuadros impresionistas que adornan los salones de los ayatolás del sentido común y de al pan, pan y al vino, vino también fueron en su día arte contemporáneo y también fueron objeto de sorna.

Aterido en su burbuja de seguridad, cansado de la esterilidad del miedo, Christian -así se llama el protagonista y director del museo de marras- experimenta pequeños escarceos que le hacen sentir el pálpito vibrante y primitivo del animal que somos. También vemos con incómoda empatía cómo una batería de mendigos intenta aguijonear esa privilegiada burbuja en cada esquina, en el metro, en el bar… cómo por momentos es expulsado de su paraíso minimalista y enmoquetado. Ahí afuera, eres una planta de invernadero en plena jungla. La calle suda, combate cuerpo a cuerpo. No hay guantes, no hay seguros, no hay profilaxis, no hay cortesías, la calle se vive a pelo, en ella el pudiente y culto ciudadano no es más que un cachorro aterrado que intenta por todos los medios que su miedo pase desapercibido. Hasta un pequeño salvaje puede ser una amenaza, porque los niños no conocen los códigos de tu camuflaje y pueden delatarte, pueden dejarte a merced de las fieras con su espontaneidad desprovista de maldad, sí, pero también de misericordia.

Y en ese transitar por escenas que son como salas de un museo, el director nos muestra el otro polo de la película, el lugar donde arde el animal químicamente puro. La performance que realiza el actor y especialista Terry Notary es el núcleo duro del recorrido. Notary, un maestro en el lenguaje corporal de los chimpancés -interpreta a Rocket en la nueva saga de El Planeta de los Simios-, nos hacer vivir unos minutos sobrecogedores.  Respiramos el poder de la fuerza bruta apenas codificada, la humillación que conlleva, la furia que desata el agresivo ritual de la testosterona. Antes de salir la bestia al lujoso salón lleno de distinguidos comensales, una voz advierte por megafonía: permanezcan quietos, no lo miren, que no note su miedo, si no hacen nada quizás el animal no se fije en usted, quizá en esta ocasión le toque a otro -los polos siempre se tocan-. Sin la presencia de la palabra, distintivo de lo humano, la escena nos enfrenta al mundo del que venimos con un verismo que quedará grabado para siempre en la memoria de los espectadores.


El concepto de atención en los medios y redes sociales, con un umbral de provocación cada vez más alto, es uno de los temas colaterales. Para que te escuchen, primero tienes que captar la atención del público en un mundo lleno de ruido, así que siempre hay que ir un poco más allá del último límite. ¿Dónde acaba la sacrosanta libertad de expresión y donde comienza la brutalidad, el sinsentido, la obscenidad, la saturación, la violencia gratuita, la repetición innecesaria, la insufrible vanidad, las ofensas interesadas? ¿Solo contamos con los tribunales?, porque desbarrar suele salir a cuenta incluso pagando la correspondiente multa. ¿Esa impunidad, ese vocerío infame es un síntoma más de un sistema decadente, de valores diluidos, de tolerancia infinita, un sistema fofo, perezoso y arrugado que parece pedir a gritos una invasión bárbara?

Es tentador, incluso saludable, ridiculizar a alguien que tiene un coche eléctrico, vive en la dictadura de lo políticamente correcto, asume unos valores que jamás ha puesto a prueba en primera persona y diserta con displicencia sobre un mundo que sólo conoce a través de sus pantallas. Pero ojo, si me obligan a elegir entre este petimetre y el animal, me quedo con el petimetre. Lo natural está hoy sobrevalorado, idealizado. El hombre ha llegado hasta aquí porque le ha doblado el brazo a la naturaleza en no pocos frentes. Ese mamarracho es un hombre perdido, pero es un ser humano al fin y al cabo. No se trata de caer en una estúpida soberbia antropocéntrica, ni de tapar el hedor de nuestra corrupción interna con toneladas de perfume como una dama decimonónica con muchos encajes y poco acceso al agua corriente, sino de apostar por la palabra, por la fuerza del espíritu creativo, por la luz del pensamiento que entiende de sentimientos. Reinventemos el progreso devolviéndole su nobleza y su humanidad a la cultura desde la educación. Filtremos los instintos, reivindiquemos una modulada hipocresía, el lubricante que permite que nuestras sociedades funcionen. Quiero creer que no vamos tan mal, que es una cuestión de grado. No existen los venenos, cualquier cosa puede matarte -hasta el instinto de supervivencia-, solo depende de la dosis.


Un comentario sobre “’The Square’: Si te estás quieto, si no lo miras, quizás esta vez no te toque a ti

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