A raíz de la -absurda- polémica que ‘Lightyear’ ha despertado en determinados mercados, repasamos los guiños (y negligencias) a la relación del mainstream del cine de animación (Disney-Pixar) con la comunidad LGTBIQ+

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29 Jul 2022
Víctor Esquirol
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La noticia saltó en Perú. Allí, unas salas de cine pertenecientes a una cadena llamada Cineplanet pusieron un cartel en la entrada de uno de sus establecimientos en el que se advertía sobre el material potencialmente sensible con el que trabajaba el estreno más esperado del momento: Lightyear, de Angus MacLane. El aviso decía lo siguiente: “¡ATENCIÓN! [así, entre exclamaciones y en mayúsculas] Te informamos que la película “LIGHTYEAR” tiene escenas con ideología de género.”

Estas “escenas”, por cierto, en realidad son solo una. Una secuencia en la que durante un breve, prácticamente efímero lapso de tiempo, vemos a dos mujeres darse un beso, en lo que cabe considerar como la enésima reafirmación de identidad (antes lo llamaban “marcar paquete”) tan característica de la casa Disney (o sea, de la propietaria de la factoría Pixar).

El gigante cinematográfico mundial, que en los despachos cuenta con no pocas decisiones que lo situarían en el espectro político claramente conservador (o directamente ultra), de cara a la galería sigue apostando por mostrar la amabilidad de quien, en el fondo, no cree demasiado en ella (o solo lo hace porque ve beneficios económicos en dicho gesto).

Y ahí está, como en aquel vergonzoso clímax femenino (y en el fondo, anti-feminista) de Vengadores: Endgame, la secuencia de la discordia de Lightyear: unos pocos (poquísimos) segundos en los que la mejor amiga de Buzz (y rango superior en la cadena de mando), muestra públicamente el afecto que la une a su pareja… y a su hijo. De un plumazo, la película pone en la misma imagen consignas feministas, lésbicas, interraciales y nos habla, sin apenas palabras, sobre las llamadas “nuevas familias”.

Todo a la vez al mismo tiempo, como manda la actualidad. Con tanto descaro como la flagrante falta de compromiso con la que dicho sello va al campo de batalla. Hasta el punto en que no es nada descartable el escenario en que la Disney se plegara a incluir dicha escena en el montaje final (han trascendido informaciones de tensiones internas con el equipo de Pixar, a raíz de las presuntas reticencias de la matriz a hacer concesiones a la comunidad LGTBIQ+) en parte porque así podría rentabilizar el producto a partir de la más que probable polémica que este iba a levantar.

Y efectivamente. Aquí estamos, en plenas celebraciones del Orgullo, preguntándonos, en parte, si hay algo más de lo que hablar con respecto a este tan olvidable spin-off de la saga Toy Story. Y como la respuesta no está nada clara (o al revés, como esta golpea con una fuerza dolorosa), aquí nos quedamos.

Recapitulando cómo hemos llegado a este punto, pero sobre todo recuperando esos detalles (que ya sabemos quién los carga) que en un principio podrían haber pasado inadvertidos. Al fin y al cabo, hablamos de una corporación que, a la que se ha visto en el momento de recuperar su propio patrimonio histórico, le ha entrado más de una indigestión (véase, por ejemplo el ya legendario caso de Canción del sur, de Harve Foster y Wilfred Jackson, mezcla de imagen real y animada para un pastiche de folclore sureño especialmente bañado con connotaciones racistas). De hecho, las nuevas teorías, sensibilidades y puntos de vista con los que nos relacionamos con los productos del pasado, han señalado la labor histórica que la Disney (una casa que quizá siente que debe limpiar su fachada) ha desarrollado en los condenables frentes del “queer coding”, por ejemplo.

Apunto, grosso modo, hacia las caracterizaciones que casi siempre han dado forma a los villanos de los clásicos (y no-tan-clásicos) en ese cine que ha marcado la infancia de tantas generaciones. Y sí, en retrospectiva, el dibujo y la manera de dar vida a némesis como Úrsula, Jafar o Scar (y otros muchos y muchas que nos quedan en el tintero), apunta claramente hacia un discurso enfocado a concentrar buena parte de los defectos y perversiones de la condición humana en unos prototipos de feminización fácilmente atribuibles no solo a las mujeres (elemental), sino también a lo que hoy identificamos como el espectro LGTBIQ+. Así se ha escrito la historia, con apuntes y líneas editoriales minuciosamente teledirigidas, pero también con omisiones igualmente calculadas al milímetro.

Es el sumo cuidado con el que se opera cuando se está tratando con el material más sensible de todos. Ahí está el quid, en los mensajes que hacemos llegar a las mentes infantiles, aquellas que por definición no tienen todas las herramientas necesarias para descifrar (del todo) la información con la que trabajan. Aquí entran en juego las burbujas protectoras con las que tradicionalmente los adultos se han escudado para esquivar las preguntas que les incomodan (a ellos, y no tanto a los críos). En este sentido, no está de más recuperar el recuerdo todavía fresco de Frozen. El reino de hielo, de Chris Buck y Jennifer Lee, cuyo emblemático número musical “Let it Go”, cantado por Elsa (¿el último personaje icónico puramente cinematográfico?), se convirtió, ipso facto, en una especie de himno al amor propio, o sea, a la aceptación (de unx mismx) y al consiguiente sentimiento de liberación.

Procesos y estados con los que la comunidad LGTBIQ+ conectó directamente, por motivos obvios. Así, Elsa, la Reina de Hielo al principio peleada con su propia identidad, pero después tan a gusto (y tan orgullosa) con ella, se acabó convirtiendo en un faro para miles (seguramente millones) de personas… esto sí, sin que se desvelara -textualmente- si dicho referente podría vestirse o no con la bandera arcoiris.

Recuerdo perfectamente el ambiente que se palpaba en la sesión en la que descubrí Frozen II; cómo el interés de buena parte de la audiencia consistía en que la dupla Buck & Lee nos ofreciera ahora un momento en el que se confirmara la sexualidad y/o la identidad de género de Elsa. Una señal, una afirmación oficial de que las sospechas con las que se había ido cimentando aquella complicidad tan fuerte, tenían fundamento.

Pero no, fiel a su espíritu, la Disney se encogió de hombros y dejó que nuestra imaginación siguiera haciendo el trabajo duro. Por sutileza en el dibujo del personaje… o a lo mejor para seguir alimentando una duda en la que, al fin y al cabo, todo el mundo podría sentirse cómodo (o al menos no demasiado incómodo). Así se ha gestionado el asunto en estos lares: con el espíritu expeditivo de quien llama a la aventura metiendo primero un pie, y esperando a palpar bien el ambiente antes de meter el segundo.

Véase, como ejemplo palmario de dicho proceder (y para mirar también cómo operan las demás casas), el personaje de Gobber en la franquicia Cómo entrenar a tu dragón: un personaje muy secundario (un alivio cómico, prácticamente) cuya “misteriosa soltería” tuvo que ser confirmada, a posteriori, por el director Dean DeBlois, como un guiño a su homosexualidad.

Comentarios de pasada y ambigüedades no desmentidas por el propio producto, sino más bien por unos autores que evidentemente pueden modelar su discurso en función de la dirección desde la que soplen los vientos. Posibilidades más o menos enterradas en el subtexto, como sucede, volviendo a Disney-Pixar, con Luca, de Enrico Casarosa, esa entrañable fábula sobre dos niños que no pueden mostrarse tal y como son. ¿Premisa a partir de las dificultades de salir del armario? ¿Versión animada de Call Me By Your Name, de Luca Guadagnigno? Puede que sí, puede que no. Ahí está la inteligencia y la perversidad con las que se gestiona el producto; ahí está lo bonito y lo preocupante. En cualquier caso, parece innegable que el mainstream avanza hacia la exploración (y explotación) de estos territorios.

Lo hace, como cabía esperar, con la lentitud y cautela de la sedimentación fluvial, y no tanto con el arrojo y el ímpetu de un tsunami. Poquito a poco, de manera discreta, escribiendo los apuntes en el segundo plano, y como se ha dicho, a partir de personajes secundarios (como sucedía, por poner otro ejemplo, en Onward, de Dan Scanlon, donde una agente de policía mostraba ciertas tendencias lésbicas, o en Red, de Domee Shi, donde una de las amigas de la protagonista podría definirse como queer)… tanteando las aguas en formatos más pequeños.

En este sentido, en Disney+ puede verse el cortometraje (de apenas diez minutos de duración) titulado Salir, en el que Steven Clay Hunter plasma, desde la dirección y el guion, los apuros que un hombre siente a la hora de comunicar a sus padres que es gay. Ahora sí, sin rodeos o medias tintas que valgan… pero ya se sabe, fuera de la exposición de la gran pantalla (y el gran formato). Tiempo al tiempo: todo llegará (ojalá).


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