El Día Europeo de la Música nos brinda una estupenda excusa para revisar algunos de los musicales más sorprendentes del cine europeo: de ‘La comedia de la vida’ (1931) a ‘La fábrica de nada’ (2018)

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21 Jun 2019
Juan Antonio Bermúdez
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A menudo, las referencias al musical como género cinematográfico lo restringen a Hollywood. Es obvio que el contexto industrial estadounidense ha producido desde la implantación del sonoro, en oleadas que se han ido identificando como sucesivas “edades de oro”, grandes hitos del género: de La melodía de Broadway (1929) a La La Land (2016), pasando por Sombrero de copa (1935), Cantando bajo la lluvia (1952), West Side Story (1961), Cabaret (1972) y tantos otros clásicos que impregnan la memoria occidental colectiva y que podríamos tararear o claquetear de memoria.

Sin embargo, el cine musical va mucho más allá del deslumbramiento del star system hollywoodiense. La música ha protagonizado muchísimas películas de todos los continentes y todas las épocas, dislocando la narratividad, como es propio, y resolviendo en muchos casos con recursos escénicos modestos pero sorprendentes las carencias industriales que en Hollywood han inflado al género espectacular por excelencia.

La conmemoración del Día Europeo de la Música este 21 de junio nos ha parecido así una buena excusa para recordar una docena de musicales producidos en diferentes países de Europa y en diferentes décadas.

 

La comedia de la vida / Die Dreigroschenoper (Georg W. Pabst, Alemania, 1931)

La famosa ópera de los tres centavos (o de los cuatro cuartos, como también se conoce), de Bertold Brecht y Kurt Weill nutre el argumento de esta obra maestra del cine alemán de entreguerras. Pabst afinó el expresionismo, ajustándolo al realismo de la ‘nueva objetividad’ y convirtiendo esta cinta en una referencia revolucionaria en múltiples aspectos: por la limpieza de su puesta en escena y sus movimientos de cámara, por su destreza en las innovadoras soluciones sonoras y por su comprometido mensaje social. Como era previsible, a los nazis, que llegaron poco después de su estreno al poder, no les gustó y estuvo prohibida hasta los años 50.

 

Volga, Volga (Grigori Aleksandrov, URSS, 1938)

Lenin lo dejó claro: “De entre todas las artes, el cine es para nosotros la primera”. Tras la desatada creatividad revolucionaria de los años 20 (las primeras películas de Eisenstein, Pudovkin o Dovjenko dan testimonio), el stalinismo impuso un control severo sobre las formas, purgando cualquier disidencia. Pero el cine siguió considerándose el medio ideal para expandir la revolución.

Y hubo un curioso intercambio creativo entre EEUU y la URSS: los soviéticos intentaron copiar formatos populares como el del musical hollywoodiense, adaptándolos a su ideología e intentando a su vez que fuesen atractivos más allá de sus fronteras, para llevar su mensaje. El director Grigori Alexandrov y la actriz y cantante Liubov Orlova fueron en esos años los principales referentes del musical soviético, con películas como esta Volga, Volga en la que un grupo de artistas navega por el emblemático río que le da título, hacia Moscú, donde van a participar en un concurso de talentos.


Embrujo
(Carlos Serrano de Osma, España, 1947)

Es imposible concebir la memoria del cine español sin la huella de la música más popular: la copla. De entre todos los posibles ejemplos de ese cruce, nos quedamos con esta belleza extraña que juntó por primera vez en la pantalla a Manolo Caracol y Lola Flores, dejando para la historia algunos de sus temas más memorables, como La niña de fuego, cuya letra podría considerarse casi una poética sinopsis.

La sorprendente dirección artística, en la que llaman la atención los decorados surrealistas de José González de Ubieta y el despliegue técnico inusual, con un coherente y alabado arrojo creativo, quedan como un desafío a las conservadoras productoras de la época y como señas de identidad de Serrano de Osma, un director que merece un lugar más visible en la historia del cine español.

 

Los paraguas de Cherburgo / Les Parapluies de Cherbourg (Jacques Demy, 1964)

Jacques Demy siempre fue un verso suelto de la Nouvelle Vague y, mientras casi todos sus compañeros de generación estaban más interesados por la ruptura discursiva o el manifiesto político (o las dos cosas), él, si acaso cercano al romanticismo de Truffaut, practicó una suerte de apropiacionismo del cine hollywodiense, captando ese aura onírica que siempre tuvo el cine de género y llevándolo a la vez a una expresión que bebía de las vanguardias europeas.

En Los paraguas de Cherburgo, su mayor éxito, impactan sobre todo una característica visual y otra sonora: la sublimación del color, saturado, y la continuidad del registro cantado en todos los diálogos. Ambas señas convierten a esta encantadora película en una obra única.

 

Yellow Submarine (George Dunning, Reino Unido, 1968)

No podía faltar en esta lista, aunque, como suele ocurrir con todo lo que rodea a un fenómeno social de la magnitud de The Beatles, despierta pasiones y recelos. La historia transcurre en Pepperland (explícita referencia al trascendental disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band), un paraíso en el que imperaba la música y el buen rollo.

Cuando se ve amenazado por la invasión de The Blue Meanies, John, Paul, George y Ringo (o mejor, sus trasuntos animados por el canadiense George Dunning) serán los encargados de restaurar esa paz musical con un derroche de psicodelia que sigue resultando fascinante medio siglo después.

 

Canciones para después de una guerra (Basilio Martín Patino, 1976)

Aunque por comodidad gran parte del cine de Basilio Martín Patino se coloque en la estantería del documental, vuela mucho más allá de esa básica calificación. Fue sin duda uno de los directores españoles más transgresores al aplicar conceptos como el apropiacionismo, la tergiversación y la remezcla para reelaborar un relato profundamente subjetivo con materiales previos.

Canciones para después de una guerra, película fabricada en la clandestinidad franquista y estrenada cinco años después de su montaje, es en el mejor sentido del término un ajuste de cuentas: una restauración de la dignidad de una generación de españoles escindida por la guerra y la larga postguerra. Memoria histórica, homenaje y cicatriz. Conviene revisarla a menudo.

 

On connaît la chanson (Alain Resnais, Francia, 1997)

Un ya muy maduro Alain Resnais llevó a cabo un precioso homenaje a la chanson en su sentido más popular. La comedia de enredo llevada a su máximo aprovechamiento estético para conseguir algo más que una sucesión de números musicales: un recorrido por la memoria sentimental de una sociedad.

 

Tano da morire (Roberta Torre, Italia, 1997)

 

Cierto cine musical siempre tuvo la virtud de agrandar el espacio de la subversión. Sobre todo si, como sucede en las películas de Roberta Torre, se alía con la parodia más grotesca para componer un retrato social de una identidad tan contaminada por los tópicos como la siciliana.

Solo así puede asumirse su registro, entre el horror y el humor, para acercarse a la realidad espinosa de la mafia y salir indemne, sobre todo si tenemos en cuenta que este filme en concreto parte de un referente real: el asesinato del carnicero palermitano Tano Guarrasi. Algunas críticas saludaron así a Tano a morire cuando se estrenó en el Festival de Venecia como un musical postmoderno. Y creemos que la etiqueta le hace justicia.

 

Bailar en la oscuridad / Dancer in the Dark (Lars von Trier, Dinamarca, 2000)

Solo un par de años después de presentarse como la principal referencia del movimiento Dogma, un Lars von Trier en uno de sus momentos más inspirados de su carrera se reinventa en este musical excesivo, retorcido, sentimentalmente barroco, que cuenta la triste historia de una inmigrante checa en Estados Unidos que va perdiendo la vista al mismo tiempo que es acusada de un crimen y condenada a la pena de muerte.

Es imposible concebir esta película sin su protagonista, la cantante islandesa Björk, que consigue una doble y poco habitual pirueta: fundir en una continuidad sin fisuras su interpretación con sus canciones y no perder en ningún momento su personalidad.

 

La fiesta interminable / 24 Hours Party People (Michael Winterbottom, Gran Bretaña, 2002)

Sexo, drogas, rock’n roll y mucho más en dos décadas del Mánchester más intenso, de los 70 a los 90. Del punk al acid-house se dan cita en esta rave continua grabada en vídeo digital y con el dispositivo narrativo del falso documental.

Winterbottom utiliza la carrera del empresario discográfico Tony Wilson, creador del mítico sello Factory Records, como hilo conductor que le sirve para mostrar el contexto social en el que bulle una auténtica revolución musical.

 

The Lure / Córki Dancingu (Agnieszka Smoczynska, Polonia, 2015)

Fábula musical de trasfondo feminista que supuso el interesantísimo debut en el largo de Agnieszka Smoczynska y fue reconocida el Premio Especial del Jurado Internacional en el Festival de Sundance.

En su argumento, una familia de músicos encuentra una noche a dos hermanas sirenas, que sueñan con nadar hasta América. Su apabullante descarga visual está por encima de una trama que hace extraños equilibrios sobre algunos tópicos del cine fantástico.

 

La fábrica de nada / A fábrica de nada (Pedro Pinho, Portugal, 2018)

No es un musical al uso porque tampoco es una película al uso, pero en los 177 minutos de La fábrica de nada hay varios momentos en los que la música toma el mando de la lógica interna del relato y exprime su potencia simbólica, suma poesía en este admirable documento sobre las relaciones laborales contemporáneas.

Cine político, radical desde su planteamiento, ético desde su estética. Valiente. ¿De qué va? Pues de un grupo de trabajadores que se entera de que sus propios jefes están robando maquinaria y materiales de la fábrica en la que están empleados, y en represalia son obligados a no hacer nada mientras se tramita su despido. Un dardo certero contra el corazón podrido de la economía especulativa.


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