La Berlinale cierra sus primeros días con un par de compromisos anodinos con grandes estrellas como Johnny Depp y Sigourney Weaver, la cinefilia dura de Puiu en ‘Malmkrog’, la belleza extasiante de ‘Hidden Away’, la mágica nostalgia de Pixar en ‘Onward’ o la violencia extrema coreana de ‘Time to Hunt’

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22 Feb 2020
Alejandro Ávila
the nest

En un festival de cine con centenares de películas, la programación es como un corriente de agua. Una veces serpentea mansamente y, otras, toma una velocidad salvaje. Las primeras brazadas en esta Berlinale las hemos dado con Jia Zhan-ke y su Swimming Out Till The Sea Turns Blue. Algo así como Nadar hasta que el mar se vuelva azul.

El director chino, célebre por una filmografía en la que critica duramente el capitalismo brutal que golpea su país, se deja mecer en su documental sobre las apacibles aguas de la nostalgia. Jia Zhan-ke es el promotor de un festival de cine y otro de literatura en su Fenyang natal.

En una obra con contados recursos cinematográficos y más de un apunte cuasi publicitario, el director narra, a través de los testimonios de varios reputados escritores de su tierra (Jia Pingwa, Yu Hua y Lian Hong), la transformación que vivió la zona con la Revolución Cultural y que abonó el terreno para que el talento floreciera.

A través de unos totales exageradamente largos, se termina glorificando, de un modo u otro, la brutalidad con la que Mao transformó el país asiático. Yu Hua es el que termina aportando la nota de humor con su rico anecdotario y un paseo junto al mar en el que confiesa cómo esas aguas, que una vez se tornaron amarillas, vuelven a ser azules.

De aguas envenenadas habla Minamata (Andrew Levitas). En este caso por mercurio, con Johnny Depp como protagonista y con el desastre ambiental provocado en los años 60 por una empresa química en las apacibles aguas del pueblo pesquero japonés de Minamata. Fue Noriaki Tsuchimoto, en The Shiranui Sea, el cineasta japonés que llevó a la gran pantalla el gran escándalo ambiental que dejó a miles de adultos y niños, con graves problemas de salud provocados por la contaminación del mercurio que vertían a las aguas del pueblo.

La película de Levitas no transita, eso sí, con la maestría de Tsuchimoto, sino que se centra en la denuncia fotográfica que el célebre W. Eugene Smith dejó para la posteridad. Levitas termina facturando una obra de consumo estándar sin grandes pretensiones artísticas.

Tampoco aspira a grandes transcendencias artísticas la cinta de inauguración del festival, My Salinger Year (Phiilippe Falardeau), Eso sí, tiene la virtud de traer a la siempre excelente Sigourney Weaver a pisar la alfombra roja del festival alemán. Con el trasfondo de una agencia literaria que cuenta entre sus célebres clientes a J.D. Salinger, Falardeau plantea un coming of age de una joven agente que, en realidad, anhela ser escritora y es empujada a ello por el mismísimo autor de El guardián entre el centeno.

La película que recuerda por momentos a El diablo viste de Prada -cambiando aquí a Meryl Streep por Sigourney Weaver y Anne Hathaway por Margaret Qualley- se termina quedando en esa complicada zona gris entre película de gran público y matices indie.

El nuevo equipo de programación de la Berlinale repite como un mantra un eslogan: ‘No es momento para películas ordinarias’. Bajo la nueva dirección de Carlo Chatrian, exdirector de Locarno, el festival alemán ha creado la sección Encounters, donde sin vocación de luchar por la premier mundial, Chatrian muestra las obras de sus directores vanguardistas predilectos. La sección abría fuego con una apuesta tan arriesgada como Malmkrog (Cristi Puiu), una producción histórica donde un grupo de nobles filosofa sobre la guerra y la paz. Lo divino y lo humano.

Más de una hora de interminables planos secuencias, en los que la acción se limita a los diálogos y poco más, convierten Malmkrog, de tres horas de duración, en una obra extremadamente complicada de ver para el espectador corriente y en una delicia para los cinéfilos de línea dura.

Pixar nos ofrece un alivio a tanta solemnidad. Onward (Dan Scalon), que se estrenará el próximo 6 de marzo en la cartelera española cuenta con la habitual magia de la compañía del flexo. La película de Scalon juega a conmovernos y hacernos reír, a partes iguales, con la historia de dos hermanos elfos embarcados en una descacharrante aventura.

No crean que hablamos de un mundo de aires medievales, sino de una sociedad actual donde precisamente la gracia está en ese juego entre la fantasía y la realidad y esa magia ancestral que se fue, en algún momento, al garete bajo la sociedad de consumo.

Como la magia anda últimamente a medio gas, Ian y Barley solo consigue resucitar a su padre a medias… es decir, solo sus piernas. Onward tira de múltiples referencias cinematográficas, que harán las delicias de los espectadores cinéfagos, como Este muerto está muy vivo, El señor de los anillos, Indiana Jones o Bright, por citar solo algunos ejemplos.

Como detalle anecdótico: es una de las primeras veces que en una producción de Disney aparece -aunque sea fugazmente- un personaje LGTB, la agente de policía Spectre, que menciona a su pareja en un diálogo con los protagonistas de la cinta.

Quien también se queda a medio gas en plena competición por el Oso de Oro es la argentina Natalia Meta. Y es una lástima, porque el planteamiento de El prófugo resulta  tremendamente intrigante. En un constante juego entre lo onírico y lo real, la protagonista, Inés, se enfrenta a la muerte de su pareja.

Durante la primera mitad, ese juego nos  atrae a una película con tintes del Almodóvar más oscuro (no es casualidad la presencia de Cecilia Roth) y con una idea muy interesante: el cuerpo es capaz de generar interferencias sonoras que resuena con los ecos de una lengua ininteligible. Una Érica Rivas -a la que recordamos por su gran papel en Relatos Salvajes- se come la pantalla, pero no es capaz de mantener ella sola un relato que se desinfla salvajemente hasta perderse en su propio laberinto onírico.

Hidden Away de Giorgio Diritti nos engaña con un arranque que parece tomar la senda de ese miserabilismo sobreexplotado por el cine europeo en los últimos tiempos. Nada más lejos de la realidad. Ese comienzo terrible termina siendo un recurso maravilloso para introducirnos en la historia real del artista naif Antonio Ligabue.

Como la propia pintura del artista italiano, la película va abriendo caminos brillantes en los que obra y vida se entrelazan, para mostrarnos la riqueza de esas vidas que a diario despreciamos, pero que esconden tesoros como los de este pintor acosado por sus compañeros de clase. La belleza de su factura, con un gran angular que distorsiona los bordes de la pantalla, y la plasticidad de los paisajes italianos recuerdan, por momentos, al mejor Paolo Sorrentino (La gran belleza).

Como colofón gamberro, la segunda jornada de festival la terminamos con una película al más puro estilo coreano: Time to Hunt. El segundo largometraje de Yoon Sung-hyun es un homenaje a esa cinematografía asiática basada en el metálico ruido de los disparos, el festival de sangre y la sed de venganza. En un distópico futuro, cuatro jóvenes anhelan marcharse de una urbe industrial golpeada por la contaminación, el desempleo y la violencia. Y cual Ocean´s Eleven, plantean el atraco de un casino ilegal, desencadenado la persecución de un implacable sicario que quiere verlos muertos.

Por el camino, disfruta con una sangrienta caza que homenajea, de modo obvio, a Terminator 2 y recuerda, a ratos, a unos Goonies creciditos y hasta a Stranger Things. Un baño de sangre ideal, para recordar la falta de prejuicios con la que trabaja el cine coreano… y que las embravecidas aguas del cine también pueden teñirse de rojo.


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