Un rodaje se ve de forma muy diferente cuando se forma parte de él, aunque sea como figurante. Hemos participado en el rodaje de ‘Ánimas’, segundo largometraje de José F. Ortuño y Laura Alvea, coproducido por Acheron Films y La Claqueta Producciones. Y aquí os dejamos esta crónica “implicada”.

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16 Sep 2017
Juan Antonio Bermúdez
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Ánimas, codirigida por Laura Alvea y Jose Ortuño, acaba de terminar su rodaje. Es una historia de intriga y terror psicológico protagonizada por los debutantes Clare Durant e Iván Pellicer, en el papel de dos amigos adolescentes que viven extrañas situaciones. También han trabajado en esta coproducción de Acheron Films y La Claqueta PC actores ya consagrados como Ángela Molina, Luis Bermejo o Liz Lobato. Y muchos figurantes, entre ellos yo.

Aunque he asistido a muchos rodajes como periodista y he hecho varios cameos en cortometrajes de cuyo título no quiero acordarme, esta pequeña participación en Ánimas es mi debut delante de las cámaras en un largo profesional. Intensa y divertida, esta experiencia me ha permitido vivir en primera persona muchas cosas que desconocía o sobre las que apenas tenía la sospecha siempre incompleta del que ve los toros del cine desde la barrera.

Como The Extraordinary Tale (2013), primer y sorprendente largometraje de sus codirectores, Ánimas se ha rodado en interiores. Los estudios o los espacios destinados a rodar películas suelen estar situados en lugares apartados del mundanal ruido. Les rodea cierta desolación periférica que contrasta siempre con el glamour que engendran. Y este es el caso también del principal escenario de rodaje de Ánimas: la discoteca B3 de Dos Hermanas, a catorce kilómetros del centro de Sevilla. Nos citaron a primera hora de la mañana en este gigantesco contenedor musical con tres pistas que lo mismo programa a Los Yakis (reserva espiritual de la rumba vallekana), que celebra sesiones dominicales de bachata, convoca un homenaje al mítico Camarón o acoge a popes internacionales de la música electrónica como David Guetta.

Nuestra escena se rodaba en la zona central de la primera planta, aprovechando su amplitud y el barroquismo bohemio de su decoración: orientalismo tapizado, apoteosis del terciopelo, las molduras y las luces rojas. Me acompañaron hasta una sala algo más apartada, firmé con ilusión el primer contrato de mi vida adscrito al Régimen Especial de Artistas y, como me aconsejaron, me senté. Algunos de mis compañeros ya estaban por allí vestidos e incluso maquillados, pero la frase más repetida entre todas las personas que me rodeaban era “la cosa va para largo”, cumpliendo uno de los grandes tópicos del cine: la lentitud.

Entre los figurantes, algunas caras conocidas. Sevilla sigue enlazándose en círculos relativamente estrechos; y el del cine es uno de ellos. Por allí me encontré, entre otros rostros familiares, a las actrices Mila Fernández Linares y Esperanza Guardado.

Mila estudió Comunicación Audiovisual, pero el teatro se cruzó en su vida en 2011; comenzó a trabajar para una compañía y desde entonces no ha abandonado la interpretación, compaginándola con otros trabajos más o menos alimenticios, más o menos vocacionales, como la producción de eventos o la organización de castings. Ilusionada, me contaba que hace poco ha participado con un papel más extenso en otro largo andaluz del que muy pronto hablaremos por aquí: Jaulas, de Nicolás Pacheco.

Esperanza, cordobesa, se vino hace unos años a Sevilla a cursar Arte Dramático y ahora planea su mudanza a Madrid en busca de más oportunidades para ajustar esa cremallera que se suele resistir: ser actriz y llegar al final de cada mes con la nevera medio llena. En el medio de esos dos giros del guion de su vida, se convirtió en la Bridget Jon de Triana, carismática protagonista de la webserie homónima, orgullosa de sus kilos y su acento, simpática actriz en ciernes: sospechosa alter ego internauta. Desde hace poco, Esperanza tiene representante y le hace caso “casi siempre”, según me cuenta: se presenta a todos los casting que él le va seleccionando. Hace unos meses pudimos verla, por ejemplo, en un capítulo de Allí abajo, uno de los muchos pequeños trabajos actorales que va encadenando.

Junto a ellas, completando un trío de “chicas Ortuño” (en palabras de ellas mismas), Beatriz Cepeda, que había bajado desde Zamora en el Alsa para rodar su primera película. No es actriz, sino filóloga, de las que sobreviven impartiendo clases de español y lo que surja mientras redacta una tesis doctoral sobre Rafael Azcona. Bea ha publicado Kilo arriba, kilo abajo, algo parecido a un best seller (¿está en desuso el término?, hace tiempo que no lo escucho), una novela por encargo, y prepara otra por vocación. Pero sobre todo es conocida como Perra de Satán (@perradesatan), twittera deslenguada, glotona, inteligente, entrañable en su descaro.

Mis tres compañeras y yo mismo somos una buena muestra del perfil medio de un figurante: actores noveles o que, como Mila y Esperanza, no están alumbrados y deslumbrados aún por los focos de los primeros planos; y gente, como Bea o como yo, ajena a la interpretación, que asume la oportunidad de salir en una película como un juego, una experiencia más. En los dos casos, también está el aliciente de la remuneración, claro. Cuando la hay, como aquí.

Los directores de Ánimas han mimado de forma especial el casting de esta escena. De hecho, se han encargado ellos mismos de seleccionar a algunos amigos o conocidos con los que querían contar. A mí me llamó Jose Ortuño a principios de este verano, un fin de semana justo a la hora de la siesta, y me pillo tan desprevenido y somnoliento que acepté en segundos, apenas sin hacerle preguntas.

Por eso llegué allí sin demasiada información sobre el argumento (basado en una novela del propio Ortuño que reconozco no haber leído). Irene Díaz, del equipo de producción, nos puso en contexto. La escena que íbamos a rodar forma parte de un delirio de la protagonista. Eso explicaba que hubiesen buscado a muchas personas con rasgos físicos poco corrientes, acentuándolos con un vestuario extravagante y un maquillaje pintoresco. Es una pena no poder entrar en más detalles sin incumplir el contrato de confidencialidad.

En la prueba de vestuario, el principal conflicto me llegó con un complemento: ¿corbata o pajarita? Hubo debate entre la responsable de vestuario y sus ayudantes, pero al final contaron con mi opinión (o eso pensé en ese momento) y me quedé con una llamativa corbata roja que le daba un toque de color a mi traje gris.

Ya de vuelta a la peculiar sala de espera, fueron pasando las horas entre charlas con Perra de Satán y las otras “chicas Ortuño” y algunas otras explicaciones de producción. Otros figurantes aprovecharon para echarse la siesta del obispo. Y como aquello seguía yendo “para largo” hubo un momento, sobre las dos de la tarde, en el que nos dijeron que era mejor que bajásemos a comer a la carpa habilitada para el catering en una de las salidas de la discoteca.

Hay algo cómico y fraterno en las comidas del cine. Incluso en este caso en el que la amplitud del grupo de figurantes hizo que ocupásemos un turno completo, al margen del resto del equipo, esa igualdad de todos bajo el disfraz, mordisqueando las alitas de pollo del menú y dándole sorbitos a una lata de Fanta de naranja tenía algo de guardería o de circo, sacaba lo más frágil y lo más bello de cada uno, lo más ingenuo. Personalmente, no llevé muy bien la corbata bajo los cuarenta grados del exterior sevillano. Pero hubo quien tuvo peor suerte: no debe ser cómodo comer y beber con los labios empastados de purpurina.

A la vuelta de la comida, en la planta de arriba todo tenía ya un trajín que anunciaba por fin la inmediatez del momento esperado. La unidad que llevaba toda la mañana rodando en el piso de abajo ya había terminado, según nos dijeron. El equipo estaba comiendo y retomaría después su trabajo con nuestra escena.

Y así fue. Unos veinte minutos más tarde, apareció por allí el codirector. Estaba más delgado que de costumbre y todo el mundo se lo decía. Las cinco semanas de rodaje se le notaban. Fue hablando en pequeños grupos con todos los figurantes, visitando con ellos el punto exacto en el que nos íbamos a situar y dando ligeras indicaciones sobre la actitud, la pose, los pequeños gestos que se pueden esperar de un actor sin parlamento.

A nuestro alrededor, todo se iba agitando cada vez más. Pasaban de un lado a otro tablones y focos; los de maquillaje nos perseguían, brocha en mano, fuera ya de su set. Una chica de vestuario me cambió una vez más la corbata por la pajarita. En mi debut en el cine puedo decir que he compartido estilismo con Mickey Mouse.

Pero el verdadero clímax de todos aquellos preparativos llegó cuando apareció la codirectora, Laura Alvea. Nos situaron en fila, cincuenta figuras de cera tan extravagantes como inquietas, y fue saludándonos uno a uno, con cariño, pero también con algo de la autoridad de la monarca que pasa revista a sus súbditos.

Una falsa puerta por la que tenía que acceder la protagonista al espacio en el que se desarrollaba la escena quedó fijada en un extremo. Los del departamento de arte fueron dando los últimos retoques: recolocaron mejor los fruteros exóticos que había en cada mesa, se aseguraron de sacar del cuadro cualquier elemento extraño (botellas de agua, móviles, kleenex…) y abrieron desde el techo la espita de humo artificial que debía contribuir al ambiente onírico.

Después de tres ensayos,  llegó el momento mágico: todo empezó a cobrar sentido en la cabeza de cada uno, empezamos a vivir “dentro de la escena”. Mila Fernández Linares y yo, pareja en esa ficción, estuvimos tan metidos en el papel que vivimos en los segundos que duraba nuestro plano todo el amor y todo el distanciamiento, los besos y las peleas conyugales que nos habían llevado hasta aquel rincón en el que formábamos parte del relleno de una brevísima escena de la película. Las aparatosas cámaras, los andamios y los focos se desvanecieron al grito de “¡Acción figuración!”.

Lo siguiente se ha contado muchas veces, también desde el propio cine. Hubo que repetir cada toma cinco, siete, nueve veces. En algunas ocasiones porque se colaba en plano la sombra de un micrófono, en otras porque había demasiado humo, en otras porque había demasiado poco… Pero cada vez que el ayudante de dirección decía “¡Acción figuracion!”, allí estábamos nosotros, cincuenta figuras muy secundarias, viviendo ese concepto que siempre me había parecido cursi hasta que dejó de parecérmelo esa misma tarde: la magia del cine.


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