La imaginería barroca de Guillermo del Toro llega a su cima con esta nueva versión del clásico romance entre bella y bestia

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11 Mar 2018
Juan Antonio Bermúdez
the nest

Título originalThe Shape of Water
Duración: 123′
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Guillermo del Toro
Guion: Guillermo del Toro y Vanessa Taylor
Fotografía: Dan Laustsen
Montaje: Sidney Wolinsky
Música: Alexandre Desplat
Intérpretes: Sally Hawkins, Doug Jones, Michael Shannon, Octavia Spencer, Richard Jenkins, Michael Stuhlbarg

La imaginería barroca de Guillermo del Toro llega a su cima con este cuento acuático que reformula el clásico romance entre bella y bestia expandiendo las posibilidades argumentales y expresivas de unas coordenadas muy propias de la ciencia ficción: un oscuro laboratorio espacial en la Baltimore de la Guerra Fría, a principios de los años 60 del siglo pasado.

Desde los hermosos créditos iniciales, forma y fondo se retroalimentan admirablemente. La saturación que caracteriza a todas las obras del cineasta mexicano, encuentra en esta película un asombroso sendero de sentidos, no abruma, se va desplegando como un álbum, sin atorar la estimulación. Fotografía, arte, postproducción, vestuario, maquillaje… Todas las tareas de lo visible han ido llenando cuidadosamente cada plano de detalles y referencias que suman, dejando la invitación a regresar sobre ellos varias veces.

En la exuberante banda sonora, continua como la de aquellas películas que descubrían el poder conductista de las orquestas en el primer sonoro, la coherencia cede ante el disfrute. Deslavazada y sin complejos, integra en la composición oscarizada de Alexandre Desplat temas vocales de la época como ‘Chica Chica Boom Chic’, de Carmen Miranda, o la icónica ‘La Javanaise’, de Serge Gainsbourg, en una versión de Madeleine Peyroux, para culminar en la deliciosa secuencia onírica que arrulla otro clásico, ‘You’ll Never Know’, interpretado en este caso por Renée Fleming.

Hay diálogos más o menos enfáticos, hay canciones, hay extraños sonidos branquiales y signos en silencio. Pero no hay ruido. Y se agradece, acostumbrados como estamos a que cualquier propuesta que nos venga del cine blockbuster aspire a desarticularnos el corazón y los tímpanos mediante truenos de Dolby. Apenas hay violencia, detonaciones, cazas. Y esto también se le agradece a un director crecido en el exceso de los géneros. Hay sentimiento y sexo sin la pornografía con la que a menudo el audiovisual trapichea con esos dos pilares.

Todo somete el significado a la atmósfera. Termina importando más el cómo que el avance narrativo. Pero la historia existe y marca la constelación de ese universo que la película va creando desde su envolvente apariencia, a partir de dos astros principales: la nostalgia y la compasión. Hay un monstruo, un otro al que se le niega ya no solo la condición humana sino la dignidad de la vida. Y a su alrededor, sobre las filias o las fobias que despierta, se construye el conflicto.

El tema es tan antiguo como el propio cine, como el propio relato humano. Siempre hay un otro, un extraño sobre el que proyectamos la inestable defensa de nuestra identidad hasta el punto de querer destruirlo si no somos capaces de reducirlo. Más allá de la anécdota legal, para el juicio artístico, resultan intrascedentes las acusaciones de plagio que han ido apuntando a la película (algunas, sospechosamente agitadas tras su triunfo en los Oscar).

Creo que lo interesante es que Del Toro trasplanta ese relato de nuestra conflictiva relación con la alteridad al civilizado y decadente corazón occidental. Y plantea de forma muy sencilla una continuidad, una equivalencia entre el otro verde y anfibio que protagoniza su película y los otros secundarios que aportan la carne de esta fábula: los excluidos, los rechazados de toda condición por su color de piel, su opción sexual, su función social o su discapacidad.

Es cierto que los personajes, todos, tienen pocas capas. Se les ve venir desde que aparecen y responden siempre a un maniqueísmo autocomplaciente para el espectador. Es buena parte del peaje. Esta y otras concesiones al espectáculo permiten que un discurso que cuestiona de raíz la supremacía WASP conquiste una plataforma de influencia tan relevante como los Oscar.

Sigue habiendo buenos y malos (que es otra forma de reforzar el conflicto de la alteridad), pero estos malos al menos están dentro del sistema, no son árabes, ni salvajes, ni extraterrestres (ni siquiera solo rusos, aunque también): al volante de su Cadillac esmeralda, son los campeones del American Way of Life, son el sistema. Y aunque discursos así pudieran parecer superados, la tozuda realidad y sus elecciones presidenciales confirman su necesidad.


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