Kathryn Bigelow mezcla varios géneros, del cine bélico al de abogados, pasando por el ‘biopic’, en una película entretenida pero sin concesiones en la que resulta inevitable establecer un paralelismo entre los hechos que narra, las revueltas raciales de 1967 en la ciudad que le da título, y la actualidad.

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17 Sep 2017
Jorge Castrillo
the nest

Decía Thoreau, hace dos siglos ya, que bajo un gobierno que encarcela injustamente a cualquiera el lugar de un hombre honrado es la cárcel.

Detroit se convirtió en una cárcel de hombres honrados e injustos, una ciudad en llamas durante las revueltas raciales que se produjeron en 1967.

La película de Kathryn Bigelow, nuevo punto de mira para ganar todos los premios de este año, se centra en un incidente puntual que sucedió en el Motel Algiers, costándole la vida a tres personas a manos de la policía y dejando un buen número de humillados, entre ellos el cantante del grupo The Dramatics.

La directora crea todo un entramado valiente y realista,  una red contextualizadora veraz y sin tapujos de los días que se vivieron en las revueltas, presentando a todos los personajes de su película coral, situándolos en el punto del conflicto, rodado como si de un filme bélico se tratase, para luego transportarnos a  una secuencia magistral de más de 50 minutos, donde hasta el espectador más pasivo tendrá que apretar la mandíbula para liberar la tensión enfrascada, que se va concentrando y contaminando como un gas, sin dejar que  respiremos en ningún momento. Un ejemplo de narrativa y dirección, para posteriormente  volverse a  transformar en una película de juicios, de abogados al estilo más clásico del género, siendo una simbiosis de referencias y tonos diversos, una película propia que llega casi a las dos horas y media de duración.

Fotograma de Detroit

Es evidente el paralelismo con la actualidad, la reflexión de que no nos sorprenden acontecimientos similares hoy en día y parece que la historia se repite continuamente en círculos. Es evidente también el oportunismo temático de ésta, queriendo ser una limpia de conciencia de esos Oscar tan blancos que vivimos hace un par de años y hacer ver que la maquinaria de Hollywood ha comprendido el mensaje. Haciendo un cine más comprometido que apague fuegos entre sus componentes e intentar elevarlo ligeramente fuera del entretenimiento banal.

Pero es relevante que la película la firme Kathryn Bigelow, que en su defensa replicó que “era una historia que merecía ser contada y que todos tenemos derecho a participar en el debate sobre los conflictos raciales” pues es algo que nos afecta a todos y de lo que todos debemos tomar conciencia.

Se nota una visión de alguien que habla en tercera persona, que intenta narrar algo con objetividad, sin hacer apología ni caer en simplificaciones de un conflicto terriblemente sensible y con mil tonalidades y puntos de vista, haciendo a su vez una película física, entretenida y sin finales moralizantes, dando a entrever la injusticia real, en la que la víctima no suele encontrar redención social.


Puede que el metraje sea algo excesivo, se podría haber aligerado algo la primera parte y la última, evitando también datos históricos que la aproximan ligeramente al docudrama o al biopic clásico,  pero en mi opinión creo que es una película de la que conviene salir agotado del cine, y que consiga removernos a todos interiormente, utilizando también su duración como arma cinematográfica.

Me parece muy representativo de la película, a nivel de discurso, el hecho de que el cantante de The Dramatics no vuelva a actuar jamás, excepto en una pequeña iglesia de barrio, como si el mundo se hubiera convertido en algo hostil para él y no quisiera formar parte de su maquinaria, refugiado en su propia laguna Walden, volviendo a Thoreau: “el hombre que posea más razón que sus vecinos ya constituye su propia mayoría de uno”.


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