El acercamiento del sueco Janus Metz a la mítica final de Wimbledon de 1980 resulta técnicamente brillante, pero a la vez carente de emoción y ruidoso

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20 May 2018
Juan Antonio Bermúdez
the nest

Duración: 107 minutos
Nacionalidad: Suecia-Dinamarca-Finlandia
Dirección: Janus Metz
Guion: Ronnie Sandahl
Fotografía: Niels Thastum
Montaje: Per K. Kirkegaard y Per Sandholt
Música: Vladislav Delay, Jonas Struck
Intérpretes: Sverrir Gudnason (Björn Borg), Shia LaBeouf (John McEnroe), Stellan Skarsgård (Lennart Bergelin), Tuva Novotny (Mariana Simionescu)

No engaña ni sorprende. Borg McEnroe se plantea desde sus instantes iniciales como una reconstrucción de la legendaria final de 1980 en Wimbledon, que se resolvió en cinco agónicos sets y que marcó la cumbre de la rivalidad entre los dos tenistas que dan título a la película. Borg y McEnroe representaban en aquel momento dos roles fabulosos para alimentar el conflicto del circo mediático deportivo: la razón vs. la emoción; el respeto vs. la rebeldía; una pulsión introspectiva vs. la desbocada adrenalina. Hay una excelente línea de diálogo en la que todo esto se explica muy bien: “Borg y McEnroe hacen preguntarse al espectador: ¿Quién soy?, ¿el caballero o el villano?”.

El retrato de esos dos perfiles podría deshilacharse en la complejidad de matices fascinantes, pero desde el principio la película deja claro que esa dualidad es apenas un andamiaje (simple, endeble, desnivelado claramente a favor del sueco) para conducir y sostener la apuesta por la escena que de verdad importa a sus responsables: el duelo final, el esperado clímax sobre la hierba. Anunciado por el crescendo de los cortes de las sucesivas rondas previas, es un prodigio técnico. Más allá de su fiabilidad a los detalles del original, ese larguísimo tramo final de la película, merece entrar en la historia de las filmaciones de argumento deportivo. Y sin embargo, como todo el metraje, es cine pobre, carente de emoción.

Es triste que una película con unas interpretaciones considerables y una factura visual brillante (dirección artística, montaje, fotografía) esté tan hueca. Y un problema distinto pero también ilustrativo es el de su hipertrofiada banda sonora. Con tratamiento y arreglos de thriller, pone tanto énfasis en subrayar, que termina siendo desagradable. Físicamente desagradable.

Confío en que algún día los exhibidores dejen de entender el cine como un espectáculo esencialmente ruidoso. Confío también en que cada vez sean más los responsables de producción, dirección, sonido o postproducción que comprendan que ni la emoción, ni la verosimilitud, ni siquiera la épica, tienen demasiado que ver con el volumen y la saturación. Confío en que los espectadores nos terminemos aburriendo de tanto aturdimiento sonoro y reclamemos, por piedad, un poco menos de gravedad, literalmente, un poco de silencio incluso. Mientras llega ese día, solo queda apretar los dientes y taparnos a menudo los oídos en los pases de películas como esta.

Ante un filme “basado en hechos reales” (sobre todo si el referente testimonial directo es bastante accesible, como es el caso, por ejemplo en este magnífico resumen de 25 minutos), me parece útil preguntarse qué puede aportar la ficción. Hay muchas respuestas posibles: juicio, ironía, contexto, debate, más preguntas… Desgraciadamente, no encuentro nada de eso en Borg McEnroe. El deporte de masas ya se encarga de fabricar continuamente hitos de emoción líquida. Cuando el cine se fija en alguno de ellos, creo que se le puede y se le debe exigir que no se quede en la remasterización de la épica y arriesgue al menos alguna capa más de interés.

 

 

 


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