De Bong Joon-ho a Christian Alvart pasando por Alberto Rodríguez: convergencias y bifurcaciones a partir de ‘Crónica de un asesino en serie’, ‘La Isla Mínima’ y su remake alemán, ‘Un país libre’

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10 Jun 2020
Víctor Esquirol
the nest

Entre las décadas de los 80 y 90 del siglo pasado, una serie de crímenes se produjeron en Corea del Sur, España y Alemania. Una ola terrible de violaciones y asesinatos emparentables tanto por las circunstancias en las que se llevaron a cabo como por las personas designadas para encontrar al culpable (o culpables) de tales atrocidades.

Tres crónicas negras más o menos enmarcables en la ficción cinematográfica… pero que al fin y al cabo nos sirven para entender la realidad de los respectivos países donde transcurrieron, revelándose así como muy interesantes documentos de una historia reciente que por supuesto sirven para entender mejor los fantasmas que siguen atormentándonos en el presente.

Escribo esto a razón del estreno online de Un país libre (Free Country), de Christian Alvart, en el marco del Festival de Cine Alemán que se está celebrando en la plataforma Filmin. Se trata del remake declarado de La isla mínima, de Alberto Rodríguez (disponible en Amazon Prime Video), hito moderno del cine patrio… que de alguna manera ya nos invitaba a recuperar Memories of Murder (Crónica de un asesino en serie), obra maestra de Bong Joon-ho (disponible en Movistar+). Tres películas que dialogan entre sí por los motivos enumerados en el párrafo anterior, y que como decía, pueden dar nitidez al retrato de un hoy manchado por los crímenes mal resueltos del ayer.

A decir verdad, en este acto de poner en comunicación a diversos títulos es donde veo el único punto de interés de Un país libre (Free Country), película a mi entender fallida, en su anunciada voluntad de ofrecer una réplica germana (y de altura, se entiende) a la antes mencionada joya reciente del cine español.

Una réplica complaciente

Para mí, el film dirigido y co-escrito por Christian Alvart cae precisamente en el mal que arrastran muchos otros remakes, es decir, en contentarse con ser réplica; en traducir literalmente las imágenes ajenas para adaptarlas a una geografía y una historia propias.

Pues bien, efectivamente lo rescatable está en ver cómo esa historia que tan bien plasmaba los demonios de la antaño mitificada Transición de nuestra país, se aclimata a la convulsión de los años noventa en Alemania, un país que aún estaba aprendiendo a reunificarse (quién sabe si a reconciliarse) con unos hermanos-vecinos que hacía muy poco tiempo estaban en el bando enemigo. Más allá de este proceso, queda un thriller policíaco ahogado en su propia obsesión por estirar hasta la caricatura las figuras y mecanismos por los que habitualmente se mueve dicho género.

A lo Torrente

Para entendernos, la versión teutona del personaje que Javier Gutiérrez encarnaba en La isla mínima luce aquí como una especie de revisión involuntaria del también mítico detective José Luis Torrente. Es, para acabar de concretar el retrato robot de la criatura, como si la materia prima ofrecida en 2014 por Alberto Rodríguez hubiera pasado por el filtro enfermizo del Fatih Akin de El monstruo de St. Pauli, otra crónica negra germana, convertida esa en un recorrido inmundo (en todos los sentidos) por las cloacas de una sociedad que, por lo que se podía deducir viendo dicho film, merecía el infausto destino que cayó sobre ella.

El caso es que Alberto Rodríguez logró instalarse en un equilibrio que si no era milagroso, por lo menos era alquímico. En La Isla Mínima, lo estilizado no absorbía, sino que potenciaba el escalofrío de una sensación de veracidad que nos recordaba que la ficción a la que estábamos asistiendo era claramente el reflejo de una realidad espantosa. Resultado: podíamos disfrutar con la tensión y misterio que normalmente le pedimos al noir… pero al mismo tiempo nos estremecíamos al pensar en los horrores que nos esperarían a la salida de la sala de cine.

En Un país libre (Free Country) no se da esa conjunción. Es una película tan obcecada con seguir el manual de Alberto Rodríguez que parece no ver lo evidente: que está cayendo una y otra vez en una pose tan vacía, que sin querer es auto-parodia. El dualismo poli-bueno-poli-malo no como metáfora de las dos Alemanias/Españas que tenían que aprender a convivir bajo unas nuevas reglas del juego, sino más bien como un bobo gesto de admiración al juego de siempre. Si “nuestra” película era reveladora, la “suya” es tópica; irrisoria cuando se empeña, una y otra vez, a tomar un punto de referencia que no hace más que dejarle en evidencia.

Pero en última instancia, en el ejercicio de mímesis constante propuesto Christian Alvart, se encuentra un juego parecido al de “las siete diferencias” que a lo mejor nos sugiera los caminos parecidos-pero-distintos que nuestras naciones tomaron en su momento.

Ver Un país libre (Free Country) es lo más parecido a reencontrarse con un recuerdo bastante mal deformado de La Isla Mínima (como se encargan de sugerir los títulos de crédito iniciales, un calco deslucido de aquellos impresionantes planos aéreos cenitales de las marismas del Guadalquivir). Es un repaso minucioso (y muy superficial) de todos los hechos, personajes y diálogos que nos hacían avanzar por aquellos meandros.

Serviría a lo mejor como ritual de nostalgia prematura hacia un objeto (de la cinta de Alberto Rodríguez hablo) que ciertamente merece ser adorado… pero a lo mejor con un poco más de puntería. Y ahí, en el pulso, en los detalles aparentemente nimios que al final nos hacen acertar o errar un disparo, está lo que podría llegar a salvar al trabajo de Christian Alvart. Se trata pues de coger una libreta y un bolígrafo y tomar nota de aquellos breves instantes en los que el doppelgänger se comporta como un ser verdaderamente autónomo.

Así quedan patentes los distintos puntos de vista sobre el mismo asunto (de esto van, en parte, las tres películas hermanadas en este texto). Ahora, en Un país libre (Free Country), se ponen sobre la mesa los complejos y toxicidades varias que ahora (y no antes) asociamos a la masculinidad, pero también se aboga por una actitud más recta ante la falsa heroicidad con la que se disfraza cierta podredumbre.

En este sentido, está claro que una vez llegábamos al tramo final de La Isla Mínima, el principal interés de la trama radicaba en desvelar la auténtica naturaleza del personaje de Javier Gutiérrez; en ver también cómo iba a encajarla el policía al que daba vida Raúl Arévalo.

La jugada maestra

Ahí es donde se concreta la jugada maestra de la historia: dejar que el telón de fondo se convierta en el auténtico punto de interés de la investigación. Ahí es cuando Alvart más se distancia de Rodríguez, a la hora de subirse por última vez al coche y elegir quién se va a sentar en el asiento de copiloto. Mientras el segundo nos hablaba de la inquietante construcción de una nación (después del fin de una dictadura o de aquella división materializada en el muro de Berlín) a partir de elementos de más-que-dudosa calidad (humana), el primero sostiene que dicho proceso debe purgar las “manzanas podridas” para poder seguir adelante.

Una decisión que también aleja a Un país libre (Free Country) del que podríamos considerar como producto originario. En Memories of Murder (Crónica de un asesino en serie), Bong Joon-ho volcaba en los personajes de Kim Sang-Kyung y de su actor fetiche Song Kang-ho las tensiones de la transición del militarismo a la democracia que su país natal experimentó en la década de los ochenta. Con ello firmó una brillante y aterradora reflexión sobre la consolidación del estado de derecho, elemento imprescindible en ese nuevo régimen más luminoso… pero a lo mejor también más ingenuo.

La concordia coreana

Al final, quedó un llamamiento a la concordia (después de los rifirrafes iniciales, los detectives, representantes cada uno de sus respectivos tiempos, conseguían hacerse mejores el uno al otro)… no obstante ensombrecido por el temor a un Mal que, a pesar de todo, había escapado al cerco de la justicia.

A pesar de que la cámara compartía en alguna ocasión el escalofriante punto de vista tanto de las víctimas como de su verdugo, primaba la -impotente- mirada de unas fuerzas del -supuesto- orden superadas por la tenebrosa turbiedad del caso, así como por las circunstancias en las que este se producía.

Llevaba todo a una irresolución (anunciada desde el principio de la película) que podía interpretarse en clave de toque de desconfianza hacia un presente que, como sabemos, está asentado sobre el lodazal de los crímenes que no fueron debidamente castigados cuando tocaba. Aquí Un país libre (Free Country) y La Isla Mínima se reencuentran. A lo mejor porque no hay otra conclusión posible…


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