La dimensión épica y perfectamente compacta de la película de Brady Corbet la postula como gran favorita al León de Oro

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2 Sep 2024
Carlos Ibarra Grau
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Todos conocemos esa sensación, tras haber visto una determinada película, de haber atendido a una creación superior. Y uno tiene el convencimiento de que pasará un tiempo hasta que vuelva a sentir lo mismo. El término obra maestra está tan manido y sobreexplotado que se ha corrompido su significado, pero cuesta negarse a usarlo con The Brutalist, la bomba que el Festival de Cine de Venecia tenía preparada.

El ex actor nacido en Arizona Brady Corbet se sumió hace siete años en un nuevo proyecto, en la que sería su tercera película como director. Una creación de largo aliento y filmada en 70 mm sobre un judío superviviente del Holocausto que emigra a Estados Unidos, en busca de una nueva vida. De esta manera, recorreremos junto al arquitecto húngaro László Tóth (Adrien Brody) y posteriormente su mujer y su hija a toda una epopeya de tres horas y media que atravesará varias décadas, partiendo de 1947, cuando László abandona Europa camino del sueño americano.

Y paralelamente atenderemos al nacimiento de la arquitectura brutalista, con su devoción por el hormigón en bruto dotando de un aspecto crudo, de escala monumental, fuertes formas geométricas y presencia poderosa a sus construcciones. Surgido como proyecto de reconstrucción y como reacción a la segunda guerra mundial, el filme muestra la propagación del movimiento arquitectónico y su paulatina popularización en la geografía urbanística, en sucesiones de imágenes y videos de archivo de edificios y panorámicas de distintas urbes. Y lo hace con una banda sonora moderna y propulsiva, esto es, que impulsa la Historia hacia adelante. Todo encaja.

Tras unos difíciles primeros años en Estados Unidos, László recibe una propuesta irrechazable: la construcción de una obra mastodóntica por encargo de Harrison Lee Van Buren, un rico empresario interpretado por un Guy Pearce quien además busca forjar una improbable amistad con el vanguardista arquitecto. Porque el personaje de Brody no consigue resultar simpático – ni tampoco lo contrario – al no ser una película que busque la empatía del espectador con su héroe protagonista. Recordemos esa inolvidable escena de El Pianista de Polanski, en la que un Brody exhausto y famélico es obligado por el capitán nazi a tocar para él. La composición elegida por el director para este momento es la Balada nº 1 de Chopin, grandiosa, compleja y turbulenta, que le concede al personaje un profundo desahogo emocional, haciendo música de su inexpresable experiencia. Y el espectador se desahoga con él. La intención de Brady Corbet en The Brutalist es otra y no ha diseñado un protagonista de quien sea fácil compadecerse, pese a su sufrimiento y su pasado. Ni al de su familia. Guy Pearce, sin embargo, domina la pantalla en todas las escenas en las que aparece, como un patriarca más carismático pero con un predecible lado oscuro. No hay aquí una fácil accesibilidad humana, estamos hablando de hormigón, por supuesto.

Largos años llevará la construcción faraónica del panteón brutalista, moderno y polivalente, en un enclave estratégico al norte de Filadelfia. Es una película que rediseña, reconstruye y deconstruye el american dream con tantos contrastes y matices como minutos tiene la película. Hasta los títulos de crédito, de estilo constructivista, son revolucionarios y resultan como vistos por primera vez, igual que los créditos ya icónicos de Seven. El logradísimo sentido del ritmo interno de la película, unido a un montaje fluido y a una banda sonora y cinematografía – de nuevo el término- moderna, elevan el visionado de The Brutalist a las dimensiones de la propuesta. La película tiene incluso un intermedio incrustado a mitad exacta del metraje, con una imagen antigua de fondo y una cuenta atrás de 15 minutos, que fue jaleada por el cine en su tramo final. Una licencia creativa innovadora que asemeja ver la película a asistir a un evento.

Nadie podía esperar que el tercer largometraje del director de La infancia de un líder y Vox Lux fuera capaz de parir tamaña brutalidad. Al inicio de la rueda de prensa, una periodista preguntó a Brady Corbet si no se había planteado hacer una miniserie en lugar de una película, dada su extensa duración. “Es una tontería mantener una conversación sobre la duración de un filme, es como criticar un libro por tener 700 páginas en lugar de 100. Ya deberíamos haber superado eso, estamos en 2024. Para mí, se trata de cuánta historia hay que contar. Una película es como un parto, hay algunos que son muy largos”, respondió el cineasta.

En la fantástica introducción de la película, casi virtuosa, vemos el rostro de Brody envuelto en sombras en el vientre de un barco, luego la cámara corre hacia la cubierta desaforada, tanto que, por unos instantes oscuros, es difícil distinguir lo que está sucediendo; de repente, la banda sonora se acelera, los hombres alcanzan el cielo despejado y se abrazan, mientras la Estatua de la Libertad irrumpe en el encuadre desde arriba, el Nuevo Mundo al revés. El inesperado nacimiento de una obra maestra.


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