La frase atribuida a Bill Clinton en su famoso debate presidencial contra George Bush, “¡es la economía, idiota, es la economía!”, puede servirnos para centrar la ligera polémica surgida sobre la última película de Albert Serra y su posible, o no, defensa de la tauromaquia.
A nadie en su sano juicio se le ocurriría pensar que un fan de Psicosis es un psicópata o que Alfred Hitchcock abogaba por el asesinato masivo de madres. Así como los innumerables defensores de El padrino no defienden a la mafia ni al crimen organizado.
Siempre hay un continente y un contenido, y en el caso de Albert Serra, aún más pronunciado. Por eso, entre las múltiples interpretaciones que propone el visionado de Tardes de soledad, quizás, la última sea un debate en torno a la tauromaquia. Parafraseando a Bill Clinton podemos afirmar que el film “es el cine, es puro cine” (no añadimos insultos en la frase porque su utilización lo que suele significar simplemente es falta de argumentos).
No recuerdo qué cineasta (o quizás solo lo he soñado) dijo que toda película es el documental de un rodaje. Así que vamos, primero, al continente. Tardes de soledad es la película que sigue a un torero peruano, Andrés Roca Rey, durante 14 corridas, y que le ha ocupado 5 años de su tiempo (tres de rodaje y dos de montaje).
Desde el inicio de su carrera, que ya va por más de 20 años, nuestro más brillante cineasta nacional siempre ha escogido como protagonistas a los personajes más icónicos que han atraído, a lo largo de la historia, las miradas de la humanidad: El Quijote, los Reyes Magos, Casanova, Drácula, Luis XIV o los libertinos franceses del siglo XVIII. Reales o ficticios estos, representaban el punto de mira (similar al personaje que centra el objetivo de la cámara), por lo que la opción de un diestro del toreo era, casi, la evolución y elección natural como protagonista. Un personaje rodeado por todos los ángulos de miradas que observan cada uno de sus movimientos.
Por otra parte, el cineasta ha evolucionado en la gama cromática de sus películas de las tinieblas a la casi oscuridad (cuyo mejor exponente sería Liberté) hasta la luz más radiante en su última obra con ese brillante albero (la particular arena ocre que tan bien refleja la luz del sol).
Tardes de Soledad establece el dispositivo perfecto para plantear una reflexión sin red sobre la mirada en el cine. ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Qué nos muestra el cine? ¿Cómo nos lo representa?
Gracias al cine de Albert Serra vemos la plaza de toros como el iris perfecto de un ojo, el ruedo como la pupila y a un torero, como cualquier creador de imágenes, intentando el movimiento perfecto para la mirada, un ritmo adecuado y una narrativa tanática (¿quién de los dos protagonistas -el hombre o el animal- saldrá vivo de la plaza?). Frente a ellos está el público, y cada de uno de los espectadores se plantea hasta dónde puede mirar, qué es lo que quiere ver y lo que no puede mirar.
Este duelo de supervivencia, destruir al animal para crear otra experiencia y provocar una sensación, es un eterno retorno. Por ello la película termina con la corrida en que el toro ha recibido la estocada perfecta que “le libra del sufrimiento (que anteriormente le ha provocado)”. Esa es la parte visible de la sociedad del espectáculo, como anunció proféticamente Guy Debord en 1967, en las que los espectadores nos enfrentamos con nuestros miedos, angustias y limites personales.
Con esto a cualquier buen cineasta le hubiese sobrado para hacer una buena película, pero la genialidad de Albert Serra siempre busca la excelencia. Por ello nos traslada de la circularidad y el espacio abierto de la plaza (sin techo, sin límite, redonda y sin aristas) hasta el confinamiento interior de la creación, el backstage del espectáculo.
Interior de una furgoneta, imagen cuadrada, cerrada, oscura, claustrofóbica y sin ninguna apertura al exterior. En ella el torero (creador de imágenes o cineasta) rodeado de su equipo. Los habituales palmeros que alaban su trabajo, sea cual sea su resultado. Un inquietante personaje que no habla nunca. Los crispantes comentarios de una omnipotente y reiterada, hasta la obsesión, masculinidad, centrados en la repetitiva y adulatoria alusión a los órganos reproductores, por supuesto, del hombre. El paralelismo con la industria del cine (mayoritariamente masculinizada, en la que un incipiente y más que necesario MeToo se frustró en camino) parece más que evidente.
De nuevo, Albert Serra desborda de imaginación y salta al tercer y último espacio para observar al diestro como performa y draguea, en la intimidad de su habitación de hotel, su apariencia y remata su transformación en creador, con el colofón de una variente de tucking lateral a siniestra. Una masculinidad nunca tan cercana al espacio queer y que el humor del cineasta, con todo este paquete de imágenes y espacios encadenados, dota de múltiples significados.
Todo cineasta reivindica la libertad de creación, Albert Serra desata la imaginación del espectador con la película con más cine de todo el festival y que, sin duda, debería llevarse la Concha de Oro y también mejor fotografía (sublime Artur Tort Pujol que ya tiene un César y un Lumière).
Como suele ocurrir con en muchos festivales puede que el jurado no llegue a un acuerdo unánime, lo que podría poner en valor una de las mejores sorpresas de la Sección Oficial, On falling, de la cineasta portuguesa Laura Carreira, impresionante en su ópera prima, o la arrolladora Hard Truths, de Mike Leigh (con un título poco afortunado en español Mi única familia, en lugar del esplendido Verdades incómodas, que da todo el sentido a la magnífica película).
En una edición como la anterior, por decirlo de alguna manera, de medio perfil, han destacado las interpretaciones de Los Destellos (Patricia López Arnaiz, una actriz que no tiene límite, Antonio de la Torre), una brillantísima Pamela Anderson en The Last Showgirl, de Gia Coppola, y Ralph Fiennes, con el mejor papel de su carrera en Cónclave, de Edward Berger.
También se han visto obras impecables como Le dernier soufflé, de Costa-Gavras, o Quand vient l’automne (Cuando cae el otoño), de François Ozon, pero a la que les falta ese pequeño toque de más que las haría redondas.
Como sigue siendo habitual la espléndida Horizontes Latinos (que sigue sin tener pases de prensa) o la de New Directors han compensado al espectador con muy gratas sorpresas y un cine verdadero arriesgado y en lucha por crear nuevas imágenes e historias que, en varios casos, debía haber estado en la sección más mediatizada del festival. Quedan poco más de 24 horas para conocer el veredicto de los diferentes jurados. Suspense.