Estamos acostumbrados a dejarnos impresionar por los efectos digitales bien hechos, eso está claro. Pero aunque la era digital facilite muchos procesos, sigue habiendo algo que no logra replicar, y eso es la autenticidad. Siempre hay un brillo, una textura, un movimiento que nos recuerda que lo que estamos viendo no es del todo real.
En cambio, en Sirat, todo se siente físico, tangible, vivido. Se nota que ha sido rodada en 16 mm: el grano de la imagen, esa rugosidad visual, los colores quemados por el sol, los tonos del desierto… todo aporta una sensación casi táctil. Tiene ese aire de otro tiempo, que no solo acompaña al entorno, sino que lo transforma en un personaje más.
La película habla con imágenes y con el sonido. No necesita muchos diálogos. Se expresa a través del techno, de los silencios, de las miradas, de los gestos. La música es protagonista en todo momento, guiándote. La elección de rodar en una rave real hace que todo cobre más peso, más credibilidad. No están actuando, están siendo. Hay momentos donde el ritmo, las luces, el polvo y el calor generan una experiencia casi espiritual. Y no exagero, un ejemplo es cuando entran elementos del Corán, se te eriza la piel.
Más que una trama cerrada, Sirat propone una experiencia. La interpretación queda abierta, pero eso no es un defecto, sino más bien una virtud. Vivimos en tiempos en los que todo nos lo dan ya mascado, con explicaciones por todas partes, y aquí, por fin, se nos permite sentir y pensar sin ser dirigidos todo el rato. Para mí, hay una lectura política evidente. El propio título remite al puente que, según la tradición islámica, conecta el infierno con el paraíso. Y ese puente aparece en forma de tren, en una imagen final que, sin necesidad de palabras, lo dice todo: la huida del horror, la búsqueda de la paz. Un camino que muchas personas recorren en la vida real, más allá del cine.
También está esa otra lectura, más íntima, sobre el placer como forma de resistencia. Hay personajes que, pese al caos o al dolor que les rodea, deciden seguir bailando, seguir sintiendo. Esa necesidad de conectar con la vida, incluso cuando todo parece desmoronarse. Hay una escena en concreto (que no voy a detallar del todo para no estropear nada) en la que se baila desde el dolor, no desde la fiesta. Desde la pérdida. Es de una potencia brutal. Porque sí, bailar también es llorar con el cuerpo.
En definitiva, Sirat no es una película para todo el mundo. Pero es una película que necesitamos. Porque nos recuerda que el cine no siempre tiene que explicarlo todo, que a veces basta con sentir. Consiguiendo algo muy difícil: hablar del presente sin subrayarlo, mostrar el conflicto sin manipularlo y dejarte en silencio sin necesidad de gritarte nada.
Hay partes que te descomponen sin previo aviso, escenas que no ves venir y que te dejan con un nudo en el pecho. Porque Sirat, a mi parecer, no busca el golpe fácil, pero tampoco se protege.
Quizá muchos no conecten con su final, pero para mí no es un final abierto. Al contrario: es el cierre necesario. Después del infierno, hay quien logra cruzar el puente. Y eso, en este mundo que arde y que parece no ofrecer salidas, es lo más cercano a una esperanza. Al fin y al cabo, Sirat es eso: el camino estrecho, incierto, pero posible, que une la oscuridad con la posibilidad de paz.