Habían pasado casi seis décadas desde que un cineasta español ganara el León de Oro. Ese precedente residía en Luis Buñuel, que obtuvo el premio a la mejor película en 1967 por la icónica Belle de Jour, de producción francesa. Almodóvar, que llegó por primera vez a Venecia en 1983 con Entre Tinieblas, volvía ahora al festival italiano por quinta ocasión. Y fue la vencida. Tras cincuenta años de carrera, Pedro logra por fin el máximo galardón en uno de los llamados Big Three, término referido a los festivales de Cannes, Venecia y Berlín. Y llama la atención que el triunfo llegue con su primer largometraje en inglés. Porque el jurado presidido por Isabelle Huppert se rindió a la fulgurante belleza en la contención con la que el director retrata la amistad de dos mujeres a través de una historia de eutanasia, dignidad y humanidad. El idioma de Almodóvar es universal y siempre lo ha sido.
Otro nombre propio en la ceremonia de premios fue el de Brady Corbet y su galardón a mejor director por The Brutalist, la obra maestra rodada en 70 mm que retrata la historia del siglo pasado a través de su protagonista, un talentoso arquitecto judío que escapa del fascismo solo para acabar en el capitalismo. Para ello Corbet usó un formato de cine ya en desuso e inventado en los años 50 llamado Vista Visión. Su textura tan peculiar auna una alta calidad de imagen, a la vez que un grano algo ajado y una vasta amplitud de campo que despide unas enormes panorámicas. Todo ello otorga a la película el aspecto de un filme de otra época y de la misma fastuosidad con la que creció Estados Unidos tras la II Guerra Mundial fagocitando el talento venido de Europa. The Brutalist es la consecución de un proyecto de diez años y viéndola uno se pregunta si no habrá atendido a la Ciudadano Kane o Lawrence de Arabia de nuestros tiempos, por ambición, dimensiones épicas y técnicas. La película de Brady Corbet dura unas tres horas y media que parecen menos de dos. Y es que vuelan. Una ventaja incomprensible viniendo de un director con solo 36 años de edad.
El Gran Premio del Jurado, el segundo galardón en relevancia, fue para la italiana Vermiglio. Fue el premio que generó menos consenso entre crítica y público, en una historia muy intimista de transcurrir lánguido ambientada en 1944 en un pueblecito montañoso del sur de Tirol. La directora Maura Delpero explora la feminidad y las dinámicas del mundo rural mediante la observación de una familia numerosa, compuesta en su mayoría por mujeres. Elegante, bellamente rodada y técnicamente remarcable, su mirada contenida como retrato del aislamiento es monótona y el tedio impregna el lugar que debieran ocupar las emociones. Otra película inmersiva es sin duda la georgiana April. La obra más radical e intrépida se alzó con el Premio Especial del Jurado, el tercero en importancia, reconociendo el talento de Dea Kulumbegashvili en esta osada obra autoral donde la crítica social encuentra el cine fantástico y alegórico. La joven directora construye en apenas 50 planos que mezclan lo explicito y lo sutil, lo violento y lo pacífico, una compleja y vanguardista disección de la maternidad juvenil en la Georgia rural. Con tan solo dos largometrajes, la excelente cineasta georgiana se ha convertido en uno de los grandes nombres del panorama internacional.
El drama político Ainda estou aqui (Todavia estoy aqui) se alzó con el premio al mejor guion. El filme brasileño dirigido por Walter Salles pone en el centro a una familia de clase acomodada en plena dictadura militar en el Brasil de los años setenta. Cuando el padre es secuestrado y retenido por la policía, la madre – que sufrirá todo tipo de devenires – se encargará de cuidar sola a los hijos y resistir la opresión de la maquinaria del poder, a la vez que lucha por rescatar a su marido. La película adapta el caso verídico de la novela homónima de Marcelo Rubens Paiva, uno de los hijos de la familia en la vida real, y elude epatar al espectador con componentes lacrimógenos, manteniéndose fiel a la también presente luz del libro y sus giros hacia el thriller. La estoicidad de la matriarca interpretada por Fernanda Torres fue la mejor actuación femenina de un festival cuyo reglamento impide que una película obtenga dos premios.
En su lugar, la Copa Volpi a la mejor actriz fue para Nicole Kidman en un magnífico papel de la australiana en Babygirl, donde interpreta a una mujer madura que dirige una poderosa empresa de robótica, que queda a merced de su atracción por un becario recién llegado a la compañía. Porque es incontrolable lo que siente por el apuesto joven, que aparenta mucha seguridad en sí mismo y la seduce tan pronto nota su interés. Este deseo, unido a la insatisfacción de su vida sexual marital, devienen en una mujer en estado de shock y desubicada. Tan desubicada que algunos encontraron la actuación de Kidman como fría. Babygirl es un sagaz thriller erótico en el que la directora holandesa Halina Reijn pone en valor la importancia de la inteligencia emocional confrontando dos generaciones distintas, en un mundo que mira hacia la inteligencia artificial. Y lo hace huyendo del male gaze que ha dominado históricamente el género y sin caer tampoco en un alegato feminista de normalización de la vulnerabilidad y empoderamiento, pues ni su marido (un genial Antonio Banderas) ni el joven objeto de deseo representan figuras heteropatriarcales, sino más bien lo contrario.
La Copa Volpi a mejor actor fue a parar al veterano Vincent Lindon, en otra master class del francés en Jouer avec le Feu (Jugar con Fuego). Otra gran actuación, habría que decir, de las que Lindon lleva brindándonos desde hace décadas. En este caso, su papel está muy por encima de la película, un convencional drama familiar acerca de un padre viudo con un hijo modélico y otro algo perdido que descarrila juntándose con grupos de ultraderecha. Parecía que el premio estaba cantado para Daniel Craig por su sorprendente papel en Queer, seguramente el mejor de su vida, pero quizás, igual que en el caso de Almodóvar, el jurado consideró también el factor de reconocimiento a una carrera.
Y el ultimo galardón fue para el también francés, pero joven, Paul Kircher por su interpretación en Leurs enfants après eux (Sus hijos después de ellos), con el premio a mejor actor/actriz emergente. Kircher protagoniza la historia de un chico a lo largo de varios años, desde los catorce hasta cumplir la mayoría de edad, en una película que va mucho más allá del clásico coming of age. Porque el filme dirigido por los hermanos Ludovic y Zoran Boukherma conmueve por la alternancia de una violencia inesperada y nada gratuita con la ternura de las irrepetibles primeras veces de la adolescencia, en la que Kircher luce la difícil evolución de su personaje. Un hermoso filme sobre la impronta que dejan los padres a sus hijos.
Resumir un festival de cine no es nada sencillo, pero algo común a las películas de este año en La Mostra di Venezia ha sido la ausencia del elemento melodramático, optando los cineastas por construir historias desde esa contención mencionada con La Habitación de al Lado. Esto es así tanto en, por ejemplo, la epopéyica The Brutalist, el hito cinematográfico incuestionable de nuestro siglo que desgarra solo por su puesta en escena, como April, que decide filmar un aborto en fuera de campo y apenas esbozar el pasado de su protagonista, que antojamos trágico, o llegando a Ainda estou aqui, con una madre coraje que esconde su angustia para proteger a sus hijos y sin violines de fondo. Pero ninguna de ellas – ni el resto presentes en el festival – relató su historia de la manera que lo hizo Almodóvar, con una complejísima sencillez humanista solo al alcance de unos pocos elegidos, de los más grandes entre los grandes. Y Pedro es uno de ellos.