Mi madre murió cuando yo tenía 12 años y mi hermano Alberto apenas sumaba cuatro. Sentados sobre el borde de la bañera, mi padre nos contó, aquella mañana del 1 de febrero de 1997, que había fallecido nuestra madre mientras dormíamos. Nos prometió que nada cambiaría y que ese verano viajaríamos a Disneyland.
Cumplió su promesa 22 años después, pero ese año veraneamos en Cádiz con mis tíos y mis primos, para que, a la tristeza de la muerte de mi madre, no se uniera su constante recuerdo en una casa vacía.
Mi familia materna -mis primos y mis tíos- eran poco playeros, así que cada mañana llevaba a mi hermano Alberto a darse un baño a la playa Victoria y a jugar un rato en la arena. A veces íbamos con mi primo Rafael, otras con mi abuelo Manolo y, muchas, los dos solos.
Lo llevaba a la playa, lo duchaba a mediodía y, en una ocasión, nos fuimos solos a por unos zapatos nuevos. Nada extraordinario. Pero aún recuerdo el sofocón de mi abuelo, que nos siguió la pista por media ciudad, cuando se enteró de que mis tíos nos habían dejado ir solos a la zapatería.
Cuando nos alcanzó a mitad de la avenida Andalucía, noté la cara de dolor de aquel curtido septuagenario, que difícilmente contenía las lágrimas al ver solos a sus nietos. A los hijos de su hija muerta, y a un niño (yo) que llevaba a cabo tareas que -quizás- no le correspondían por edad. Que le correspondían, quizás, a una madre ausente, a un padre desbordado o a unos tíos, que hacían lo que podían.
Esta historia tan personal nada tiene de extraordinaria. Son muchos los niños que se quedan huérfanos y que se terminan convirtiendo en los padres de sus hermanos pequeños. Es precisamente a esa universalidad a la que apela la última película de Pixar, Onward (Dan Scalon), estrenada este viernes en las carteleras españolas y, que disfrutamos hace un par de semanas, en el Festival de Cine de Berlín (Berlinale).
Dos elfos huérfanos
Envuelta en la intensa imaginación de los guionistas y animadores de la productora del flexo danzarín, Onward nos narra la historia de Ian y Barley, dos hermanos elfos, huérfanos de padre, que viven en un mundo que ha perdido su magia. Las hadas no vuelan, los monstruos no rugen y los elfos no saben nada de hechizos.
La sociedad del consumo los ha acomodado en sus motos, sus centros comerciales y su fast food. Una curiosa parábola, en definitiva, sobre la pérdida de esas tradiciones y costumbres ancestrales que olvidamos en algún momento y que quizás no estaban tan mal.
Barley, el hermano mayor, es un tipo entusiasta. Demasiado entusiasta, para el gusto de su hermano Ian. Barley es un veinteañero gordito y friki, que sigue creyendo en la magia y cuyo mayor tesoro es una furgoneta customizada con un unicornio en su puerta lateral trasera. Para los ojos de Ian, Barley es un desastre, un tipo que vive en casa, no tiene un trabajo en condiciones, siempre da la nota y no es nada guay. Barley es ese perdedor, que representa todo lo que no quiere ser Ian. Barley, en definitiva, se ha quedado en esa indeseable posición intermedia entre hermano mayor y padre.
Pero la magia hace acto de aparición y pone sus vidas patas arriba. Así, en una delirante escena del primer acto, los hermanos elfos resucitan a su fallecido padre. Pero -ay, porca miseria– lo hacen a medias. Literalmente, es decir: de cintura para abajo. La comedia está servida cuando deciden embarcarse en una aventura épica en busca de una piedra preciosa que, durante 24 horas, les permita resucitar a su padre.
Un festín de referencias cinéfilas
Onward está repleta de referencias cinematográficas –Shrek, El señor de los anillos, Indiana Jones, Bright, Harry Potter- que harán las delicias de los espectadores más cinéfilos. Una de las citas más evidentes es la de Este muerto está muy vivo, por aquello de que ese par de piernas -ojo a la referencia de la noventera serie animada Cow & Chicken de Cartoon Network- tiene esos movimientos delirantemente divertidos de Bernie Lomax. El talento de Pixar brilla en su máximo esplendor animando esas extremidades paternas que transmiten tanta expresividad, ternura y humor.
Ojo, no se dejen engañar, porque bajo el acaramelado humor de los gags, la comedia y los personajes estrafalarios -ojito también a esas hadas moteras y chungas que se han olvidado de volar-, se esconde una historia sobre la pérdida, los reajustes de los roles familiares tras la muerte de un padre y, en definitiva, de esa compleja aventura que hemos convenido en llamar vida.
No hay sorpresa alguna. Para que una comedia transcienda requiere de esa profundidad. Y a esos manjares nos tiene muy (mal)acostumbrados Pixar. La tarea no es fácil y las comparaciones son odiosas. Porque la productora de animación siempre pone el listón de las expectativas altísimo (recuerden Up) y, aún más, tras ese broche (¿definitivo?) a la saga, que supuso la última película de Pixar: la extraordinaria Toy Story 4, que fue, el verano pasado, todo un canto a la madurez, el feminismo, la amistad y la sedimentación de las emociones.
¿Está Onward a la altura de la saga de los juguetes con vida? No. ¿Es una buena película? Sin lugar a dudas. Si se dejan llevar, disfrutarán no solo de su imaginación y su humor, sino que verán cómo la película va mudando su piel y les lleva a ese complejo camino por el que muchos transitamos en nuestra infancia.
Un camino de (algunos) aciertos y (muchos) errores, que sobrellevamos como buenamente pudimos y que nos transformó en los adultos que hoy somos. No se la pierdan… nos entenderán mejor a estos torpes hermanos mayores.