Como inmejorablemente escribía Pedro Calderón de la Barca, ya en 1635, soñamos todos porque el mundo es tan singular que el vivir sólo es soñar. Algunos lo hacemos por placer, pero otros, muchos más de los que imaginamos, lo hacen por obligación.
Por la obligación de no enfrentarse a una realidad que los mantiene alejados de sus familias, en lejanos países con otras culturas, con costumbres a veces muy dispares de las propias y en busca de una esperanza que les haga olvidar su condición de migrantes. Si no sueñan con un mañana mejor, la vida no sería un sueño sino un continuo morir.
Paula Palacios lleva acompañando con su cámara a los migrantes durante la mitad de su vida. En esta ocasión el destino ha hecho que encuentre el dispositivo para que no sea ella, la cineasta, la creadora de las imágenes sino el migrante, la persona que sufre en sus propias carnes una condición semejante a un purgatorio o un infierno. En muchas ocasiones, dantesco.
Tras la brillante Cartas mojadas la directora estrena este viernes, 22 de noviembre, su último y potente trabajo, Mi hermano Ali. El periplo de un menor somalí refugiado en un centro de menores ucraniano, en régimen de semi prisión, al que ha seguido durante doce años en busca de su sueño: llegar a los EE.UU. y adquirir la nacionalidad norteamericana.
Todo el interés y la fuerza narrativa de un documental de seguimiento se encuentra en establecer el dispositivo adecuado para narrar la historia. Paula Palacios la ha encontrado y utilizado con brillantez. Dadas las circunstancias del protagonista, Ali, la directora le prestó una cámara con la que él mismo se iba a grabar.
La potencia en la representación de un migrante eligiendo sus propias imágenes para enviar a una cineasta ya es, de por sí, todo un universo visual que pocas veces se había visto. Momentos que han sido lúcidamente puestos en valor por un respetuoso montaje.
Mi hermano Ali se vive como un thriller de evasión o una gran odisea contemporánea. En un momento Paula Palacios se integra en la historia y estas dos miradas se entrecruzan. Ahí es donde la película alcanza momentos de una desarmante sinceridad.
Paula y Ali con el tiempo se construyen una familia, la de dos hermanos en un mundo en el que buscan refugio y la película nos lleva de una familia creada a otra construida. Signo de unos tiempos en la que las estructuras familiares, de apoyo y solidaridad se han ido adaptando a las condiciones cada día más complicadas de un universo social, político y económico en plena y permanente transformación.
Soñamos por placer u obligación, pero pocas veces nos planteamos de que materia están hechos nuestros sueños. Paula Palacios se lanza a ello en la parte final de Mi hermano Ali.
No todos los sueños tienen la misma textura. Como Calderón decía la experiencia me enseña, que el hombre que vive, sueña lo que es, hasta despertar. Y el despertar, ya sea del bienestar social europeo o del éxito programado del sueño americano, puede que no sea tan apacible como nos lo habíamos imaginado.