Una hipnótica película que muestra la otra cara del País Vasco, la que no sale en revista de viajes ni escapadas culturales

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23 Sep 2024
Carlos Loureda
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Tras el éxito de su ópera prima, Ane (2020), que obtuvo el Premio Irizar y el del mejor guion vasco en el Festival de San Sebastián y lanzó al estrellato a la inmensa actriz Patricia López Arnaiz, se esperaba con impaciencia la segunda película del talentoso director David Pérez Sañudo. Cuatro años han tenido que pasar para que el público pueda disfrutar de la excelente Los últimos románticos, aunque el cineasta no haya parado de rodar series y cortometrajes en estos últimos años.

Frente a la complacencia de la mayoría de los cineastas al escoger narrativas con menos aristas, este cineasta bilbaíno se ha convertido en la memoria viva y el espíritu crítico de Euskadi. Un País Vasco que, en muchas ocasiones, prefiere olvidar su pasado reciente o ignorar su presente.

Si en Ane abordaba las consecuencias sociales del terrorismo ejercido en las obras del TAV vasco (Tren de Alta Velocidad que lleva 17 años de retraso y plazos sobrepasados una docena de veces), en Los últimos románticos establece una lúcida radiografía del País Vasco que no sale en las guías turísticas.

Adaptación de la novela homónima de la escritora alavesa Txani Rodríguez, con guion del propio director y de Marina Parés, en ella seguimos las peripecias de Irune. En el sentido más estricto de la palabra, el cambio repentino debido a un imprevisto que altera toda la situación anterior.

Lejos de la imagen a lo Walt Disney de la Concha donostiarra (de hecho, sufriendo una de las masificaciones más rápidas que se puedan imaginar), la protagonista vive en uno de los numerosos, y muy grises, pueblos vascos que creó la desindustrialización salvaje de las décadas anteriores. Sin amigos casi, con un trabajo al filo de la restructuración, una más en la historia de la fábrica, y con un problema médico y urgente que Osakidetza (el Servicio Vasco de Salud) añade a sus largas listas de espera.

Nada de titánicos Guggenheims brillando al sol o playas doradas con balnearios a pie de finas arenas, Los últimos románticos es una buena parte de un territorio que no ha curado sus heridas o que no quiere analizar sus problemas actuales, pese a que éstos repercutan en sus habitantes. Una situación que se extiende a más de una comunidad y que puede aplicarse a muchos otros lugares de la geografía española.

Los últimos románticos es una película absolutamente hipnótica por tres motivos, al menos. El primero, por su acuciante realismo y por la apremiante sensación de honestidad que desprenden todos y cada uno de sus fotogramas. Por otro lado, David Pérez Sañudo vuelve a confirmarse como uno de los mejores directores de actrices y Miren Gaztañaga, la actriz que interpreta a Irune, está pletórica y se come la pantalla en una de las mejores interpretaciones del año. Por último, el cineasta incluye uno de los fundidos en negro más expresivos que se hayan visto últimamente en la gran pantalla (el único de la película, si bien creo recordar).

Ese fundido en negro, un verdadero antes y después para su protagonista, abre una posibilidad de apertura, inicio y nuevo comienzo, aunque su existencia hasta el momento no haya sido la que ella hubiese deseado (pura fantasía del guión sus conversaciones con Miguel María, el empleado de Renfe indicándole los horarios de los trenes).

Es curioso observar que dos de las coproducciones andaluzas que comparten la sección de Nuev@s Director@s, Por donde pasa el silencio y Los últimos románticos, prácticamente coinciden en un final, mucho más luminoso y esperanzador que lo que, en principio, se podría esperar. Dos películas mucho más políticas de lo que parece y, sobre todo, muy esperanzadoras. Al final, el buen cine, como estas dos películas, son lo último que se debería perder.


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