Para su nueva película, Jacques Audiard adapta la novela homónima de Patrick Dewitt, un singular western en el que la fiebre del oro es una enfermedad definitoria del género humano

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12 May 2019
Víctor Esquirol
the nest

A mediados del siglo XIX, la que hoy conocemos como la nación más poderosa del mundo, era aún un país en plena construcción. El territorio que delimitaban sus fronteras era tan confuso como, evidentemente, cambiante.

Los Estados Unidos de América se traducían, por aquel entonces, en una promesa cuyo carácter inconcreto (si no directamente peligroso) en absoluto suponía un repelente para todos los aventureros en busca de fortuna o, peor aún, en permanente huida de las desgracias que les rodeaban. Una evasión salvadora: la posibilidad de una recompensa y el miedo a un castigo… tan simple, y a la vez tan humano.

Ambas pulsiones laten con fuerza, por cierto, en los protagonistas de esta historia, dos matones sin problema alguno a la hora de ejercer de asesinos a sueldo. Tanto uno como el otro disponen, al fin y al cabo, de un talento para matar al que ningún cacique con un mínimo poder adquisitivo está dispuesto a renunciar. Se trata de dos hermanos marcados a fuego por la influencia de sus padres. Por sus venas corre una sangre en permanente amenaza de ebullición… y que parece marcar la temperatura -volcánica- de la época que les ha tocado vivir.

El año es 1851, y el lugar, como se ha dicho, es esa geografía caprichosa, que no puede contenerse en ningún mapa. “Hace tres meses, este sitio no existía”, comenta uno de los personajes de una película que, por si fuera poco, ha decidido abrir con una escena que ya expone, de manera magistralmente visual, esta idea.  Una casa en medio de ninguna parte; engullida por la negrura de la noche, y por un silencio que nos habla de una calma que está a punto de saltar por los aires. Se acerca la tempestad: de repente, escuchamos unas voces; un diálogo que en realidad es conflicto.

Una disputa que, como cabía esperar, se resuelve empuñando revólveres y apretando gatillos. En un abrir y cerrar de ojos, se ilumina (y se concreta) el espacio. El fuego escupido por los cañones acaba de dibujar la naturaleza y las construcciones en las que se mueve la acción. La violencia, está claro, como elemento definidor no solo de la gente retratada, sino también de los tiempos que les ha tocado vivir. A partir de aquí, cada uno se desenvuelve con la soltura que le permiten sus letales artes.

Para su primera aventura americana, el director francés Jacques Audiard no renuncia a un aroma europeo que se plasma en buena parte de la producción. El espíritu del spaghetti western revive, por ejemplo, en las localizaciones almerienses elegidas para reproducir el Salvaje Oeste. Carambola latitudinal que, en cierto modo, ya descubre las intenciones del producto.

A saber, alejar al género del mero entretenimiento o de la estricta crónica histórica, y reivindicarlo como una herramienta para entender, ni más ni menos, que este extraño y sin lugar a dudas peligroso objeto de estudio al que algunos llaman “condición humana”.

Así pues, las circunstancias (de la “fiebre del oro” hablamos) son una especie de catalizador que primero potencia los temores y anhelos que incitan a los protagonistas a moverse (y por tanto, a mostrarse tal y como son), y segundo, acercan al espectador a una mejor comprensión de estos impulsos que nos podrían gobernar a nosotros mismos.

Supongamos que alguien inventa una sustancia química que, al ser arrojada en un río, descubre todo el oro que se esconde entre sus aguas y bancos de arena, pues así, pero aplicado a materias más espirituales. La ocurrencia, genial donde las haya, la tuvo Patrick Dewitt en la novela que inspira a este film, y por supuesto, Audiard la toma prestada.

La situación, para tirar de referentes cercanos, recuerda a uno de los capítulos más inspirados de la muy inspirada Balada de Buster Scruggs, de los hermanos Coen, aquel tramo sin apenas diálogos, en el que la irrupción del prospector Tom Waits perturbaba el equilibrio de una naturaleza que no toleraba la avaricia de los hombres. Aquí sucede más o menos lo mismo, pero con mucho más tiempo (dos horas, ni más ni menos) para lograr aquello que en un principio parecía imposible.

Esto es, encontrar bondad en lo anti-heroico. Joaquin Phoenix, John C. Reilly, Jake Gyllenhaal, Riz Ahmed… cada cual más entonado. El estupendo casting juntado por Jacques Audiard, ayuda no solo a plasmar el universo propuesto por Dewitt, sino también a que cale el poso humano que podía escurrirse en el carácter más bien anecdótico de su novela.

 

Los hermanos Sisters tiene dos protagonistas tan claros como insinúa su título, pero alrededor de ellos orbita incesantemente una serie de satélites sin los cuales no se puede entender el paisaje humano, auténtico foco de interés de la propuesta. La cámara despierta con maneras similares a las del primigenio cinematógrafo, pero narrativamente es más amiga de la sofisticación de la multiplicidad en el punto de vista.

La historia avanza pues como una especie de diario personal escrito a varias manos: en las mismas páginas conviven visiones y versiones enfrentadas… pero como aprendimos en la apertura, en el conflicto podemos encontrar la luz.

Fiel a su estilo (aunque de forma no tan dependiente a lo que nos había acostumbrado), el director francés se apoya elegantemente en la banda sonora (una partitura en la que Alexandre Desplat vuelve a brillar) para potenciar la fluidez y nitidez en la narración, señas siempre características de su cine.

La habilidad con la palabra hablada, otro rasgo distintivo de la materia prima, se usa aquí para marcar diferencias. Para entendernos, si el libro de Dewitt terminaba siendo un western muy divertido (aunque no exento de regusto melancólico), la película de Audiard va más en busca de aquello que cala.

A lo mejor porque entiende, como lo entendieron los grandes maestros, que el Far West ofrecía (y revisitándolo con la debida distancia, sigue ofreciendo) las condiciones ideales para que la sangre y la mugre (sus gloriosos y a la vez penosos materiales de construcción) den cuerpo a modelos de comportamiento universales. Pensemos, por ejemplo, en Los vividores de Robert Altman, en cómo aquel pueblo de pioneros nos hablaba de una civilización en pleno estado de construcción.

Ahí, los sueños de utopía podían degenerar demasiado fácilmente en pesadillas de contrato social fallido. Es así como, apuntando a lo colectivo, este tipo de películas (y desde luego Los hermanos Sisters no es la excepción) aciertan de lleno en lo individual. Es, para entendernos, el mejor cine de aventuras, que viene cabalgando desde horizontes muy lejanos, pero que llama a una empatía que no puede esquivarse.


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