Ciertas lecturas de la infancia guardan un recuerdo imborrable que permanece años y años después y se despierta con un recuerdo en el momento más inesperado. Y una de ellas fue El mundo perdido, de Julio Verne.
Una novela juvenil que, en contra de lo que la mayoría puedan pensar, solo tiene uno o dos momentos con los dinosaurios, la parte principal de la trama es la relación del protagonista con una población muy diferente de la que conoce.
Mientras disfrutaba de La Marisma, de Manu Trillo, una de las películas presentadas en competición de la Sección Oficial de Largos Documentales, no dejaba de recordar el mundo perdido que había descrito el escritor y visionario francés.
Al mismo tiempo que pensaba en lo lejos que nos vamos para conocer tierras extranjeras, en busca de un exotismo que en la mayoría de los casos ya ha desaparecido hace mucho tiempo, y el poco interés que mostramos por nuestro patrimonio natural tan variado y desconocido, a la vez.
La marisma del Bajo Guadalquivir es un mundo, lamentablemente, en proceso de perderse por causas climáticas y acciones humanas. Doñana es ese universo perdido verniano al alcance de la mano, más absolutamente hipnótico que se pueda imaginar.
La película comienza con una catarsis colectiva en forma de procesión por las marismas, en plena noche, idolatrando a la Virgen española más conocida (en el fondo, quizás se trate simplemente de la transposición de la deidad femenina relacionada con la Madre Naturaleza, que tiempos de Tartessos hace ya 10.000 años, se llamaba Astarté).
El director nos propone una visión global en el tiempo y el espacio de este territorio con vida y personalidad propia porque lo que la marisma te la da, también te lo puede quitar. Con imágenes en color de finales de los 60 enfrentadas a la fotografía en blanco y negro actual, el contraste es espectacular.
Pasamos por la época gloriosa, para algunos, cuando la nobleza cántabra bajaba a Doñana a cazar (no elefantes sino patos), la pesca por la noche, los vaqueros dignos de John Ford, la ganadería y el arrozal, en una mezcla de pasión por las tradiciones, la devoción por los iconos y la sal que puede acabar con todo.
Un documental, al estilo del maestro del documental contemporáneo Frederick Wiseman, sin voces en off que explican lo que no es necesario, solo imágenes y sensaciones visuales, significativos momentos vitales con una de las mejores y más inspiradas direcciones de fotografía que se hayan visto hasta el momento en el festival de Málaga.