Para su 75ª edición, Cannes no pudo evitar lo que Sundance y Berlín ya apuntaron: 2022 no va a ser una gran temporada cinéfila. A pesar de todo, la Croisette nos dio pequeñas grandes alegrías

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1 Jun 2022
Víctor Esquirol
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Como siempre en estos casos, cuesta mucho ignorar las decisiones del jurado a la hora de concretar un balance general de lo que ha sido (o sea, lo que ha dado y lo que ha faltado-en) un gran certamen de cine. Y en efecto, el palmarés confeccionado por el jurado presidido por Vincent Lindon, acabó erigiéndose en el reflejo perfecto de la 75ª edición del Festival de Cannes, una celebración a la que tan emblemático número le vino muy grande.

Y es que el sentimiento de decepción invadió la Croisette ya desde una previa marcada por el chasco colosal de un rumor que al principio alimentó todas nuestras fantasías, pero que justo después nos hundió en la miseria. Y así, más o menos, transcurrió el nuevo ejercicio firmado por Thierry Frémaux, omnipotente director artístico de la cita francesa.

Todo empezó, recordemos, con el pronóstico lanzado por un medio estadounidense de primer línea. Al parecer, en la parrilla de salida constarían Lightyear, de Angus MacLane, nueva apuesta de la factoría Pixar (sobre los orígenes del legendario astronauta co-protagonista de Toy Story) y, sobre todo, el último proyecto de David Lynych.

Ni falta hace decir que este último nombre es uno de los anuncios que puede condicionar un festival entero (a sus últimos trabajos hay que remitirse)… y de paso, la temporada en el que este celebre. Pero no, ni una cosa ni la otra. Viajamos a la Côte d’Azur acompañados por la terrible sensación de la ocasión marrada… y de nuevo, así abandonamos el Palais des Festivals.

La Palma de Oro otorgada a Triangle of Sadness, mete a su máximo responsable, Ruben Östlund, en el selecto club de cineastas que conquistaron dos veces el considerado como reconocimiento más prestigioso dentro del cine de autor. Junto a él figuran Alf Sjöberg, Francis Ford Coppola, Bille August, Emir Kusturica, Shohei Imamura, Luc y Jean-Pierre Dardenne, Michael Haneke y Ken Loach. Una constelación de leyendas en la que el director y guionista de The Square parece estar, ahora mismo, uno o dos peldaños por debajo de la mayoría.

Pero ya se sabe, y esto hay que tenerlo siempre en cuenta: los premios en los festivales de cine dependen de los gustos de un grupo muy reducido de personas (en este caso, nueve artistas, ni más ni menos, eran los que componían el jurado), con lo que conquistar ahí la gloria siempre está sujeto a un factor suerte tan importante como innegable.

Dicho esto, también es pronto para determinar si el reconocimiento otorgado a Triangle of Sadness es obra caprichosa de la diosa fortuna, si es el resultado lógico de una Sección Oficial por debajo del nivel habitual, o si por el contrario es la señal premonitoria de la consolidación de cierto cine de la crueldad, un movimiento que había hecho fortuna en Cannes estas últimas décadas, pero que en los últimos años parecía estar de retirada.

Ahí mismo debemos situar la comedia negra (y escatológica) Triangle of Sadness, en la gran familia de películas que abordan, con actitud cínica, las tensiones y problemáticas que dan forma a nuestro mundo. En este caso, las diferencias insalvables entre privilegiados y desfavorecidos, se conjuraron para ofrecer una visión nihilista de la sociedad; para que el espectador se regocijara con las funestas desgracias con las que Östlund iba fustigando a sus creaciones. Para que así todos sigamos quemándonos con el odio y el rencor hacia el otro.

Dentro de la Competición por la Palma de Oro, anduvieron la misma senda Holy Spider, de Ali Abbasi (recompensada con el Premio a la Mejor Actriz a Zar Amir-Ebrahimi), y Leila’s Brothers, de Saeed Roustayi (reconocida por la crítica al llevarse del Premio FIPRESCI a la Mejor Película), sendos acercamientos a temáticas sociales a partir del más absoluto menosprecio hacia sus respectivos sujetos y objetos de estudio.

Y no muy lejos estuvieron dos de las sensaciones de este último Concurso, ambas por cierto provenientes de Bélgica. Close, del joven Lukas Dhont (Gran Premio del Jurado, ex aequo con Stars at Noon, de Claire Denis) y Tori et Lokita, de los inamovibles hermanos Dardenne (Premio 75º Aniversario), supieron al menos cubrirse las espaldas, transmitiendo cierto amor hacia unos personajes a los que, esto sí, desde el guion (firmado por los propios autores), se les sometía a las más arduas penalidades.

En el otro extremo, tocó encontrar refugio en los valores cristianos endulzados de Hirokazu Koreeda en Broker, la aventura surcoreana del cineasta japonés, justamente recompensada con el el Premio al Mejor Actor concedido al carisma arrollador de Song Kang-ho. Y sin movernos de dicho país, también fue un consuelo el reconocimiento con el Premio a la Mejor Dirección al virtuoso Park Chan-wook, a razón de su impresionante último trabajo, Decision to Leave, noir sobre-saturado en cuyo inabarcable aparato estético-narrativo estaba comprimido el desbordante frenesí de nuestros tiempos.

Mientras, la luz incuestionable que desprendían los últimos trabajos de James Gray (Armageddon Time) o Kelly Reichardt (Showing Up) se iban de vacío. Como quien dice, el Jurado no les dio ni las gracias, ni la hora, ni las buenas noches. Hola, adieu, y hasta la próxima. En la misma línea tuvo que lamentarse el olvido con el que se castigó la Pacifiction, de Albert Serra, uno de los pocos trabajos y uno de los poquísimos autores que pareció entender el riesgo y radicalidad que cabe pedir al cine mostrado en estas grandes celebraciones.

Y aún gracias al Premio del Jurado (en delirante ex aequo junto a Le otto montagne, de Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch) que el siempre estimulante Jerzy Skolimowski conquistó gracias a su último trabajo, EO, dedicado a sustraer las cavilaciones existenciales que nos sugerirían las aventuras y desventuras de un asno de circo.

Aunque los casos más flagrantes quizás hubo que ir a buscarlos fuera de la Sección Oficial, o sea, lejos de ese principal escaparate cannois. Ahí donde quedó patente que mientras el discurso oficial tendía hacia el conservadurismo y la fijación malsana por el retrato más depresivo de la condición humana, el alivio de las alternativas esperaba en los márgenes.

En el ACID, es decir, en la más periférica de todas las selecciones de films, brilló con luz propia Magdala, última creación de Damien Manivel, uno de los autores más a reivindicar del nuevo cine francés. Aquello fue un acompañamiento de apenas hora y cuarto (esos breves metrajes en los que el joven autor se siente tan a gusto) dedicado a los últimos días de vida de María Magdalena; un discreto y deslumbrante ejemplo de cine de la bondad, allí donde otros muchos hubieran aprovechado para cebarse con el dolor ajeno.

Y más, en la Quincena de los Realizadores, los premios sí tuvieron a bien rescatar otras dos joyas de la cinematografía gala. Con Un beau matin, Mia Hansen-Løve recuperó el pulso de su mejor cine, con una delicada pieza intimista sobre personas que aprendían a refugiarse-en y a reponerse-de las alegrías y las tristezas que marcan tanto la vida en familia como los caprichosos caminos del amor.

Por su parte, Thomas Salvador rompió por fin su silencio después de Vincent, su entrañable ópera prima (¿y una de las mejores superhero movies jamás hechas?). Lo hizo con La montagne, magnética aventura alpinista en la que el artista volvió a erigirse como hombre-orquesta; como figura polivalente capaz de justificar, desde todos los frentes imaginables, la empresa más absurda… la más inolvidable. En este caso, la de un hombre dispuesto a dejarlo todo para satisfacer su inexplicable obsesión por conquistar la cima de una montaña, pero también para entender y asimilar todos los secretos de dicho monumento natural.

En este sentido, es decir, a la hora de acercarse a lo desconocido, Cannes consiguió salvar el ejercicio descubriéndose, una vez más, como esa ocasión inmejorable para descubrir nuevas cinematografías. Sin salir de la Quincena, por ejemplo, pudimos ver la sudanesa The Dam, de Ali Cherri, misteriosa mezcla entre drama político (con la convulsa situación política de este país africano de telón de fondo) e íntimo, con una serie de fugas onírico-monolíticas como sugerente eje vertebrador de la narración.

Mientras, en la Sección Un Certain Regard, aparte de constatar el estupendo estado de forma de Hlynur Palmason con Godland (conquista de lo sublime a través de las impresionantes y desesperantes andanzas de un párroco danés en tierras inhóspitas islandesas, a finales del siglo XIX), también pudimos ver Joyland, de Saim Sadiq, la primera película en la historia de Pakistán que consiguió llegar a la Croisette.

Un logro que para nada olió a cuota exótica, sino que en todo momento se comportó como un ejemplo modélico a la hora de filmar, plantear y desarrollar historias que nos acercaran a lo universal (los encajes de los anhelos y frustraciones individuales en el seno de una familia) a partir de realidades más específicas (como el lugar y el rol de la comunidad trans en dicha nación asiática).

Al final, ya se ve, fueron las “pequeñas” alegrías, las que acabaron dando sentido al festival de cine más grande del mundo.


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