‘X-Men: Fénix oscura’ no está tan mal como cabía esperar. La franquicia da síntomas de agotamiento, mientras los fans esperan ya que Disney ponga orden y haga resurgir la saga cual ave fénix

9 Jun 2019
Victor Esquirol Molinas
the nest

Esto es una misión de rescate en la que parece que todo va bien. Todas las piezas, excelentemente coordinadas, ejecutan a la perfección (y de forma muy deslumbrante) su cometido… hasta que ocurre lo impensable. Lo imposible, aquello que ni la mente más lúcida hubiera logrado prever.

Un accidente causado por un factor externo que de ninguna manera podía aparecer en ninguna ecuación previa. Y así, durante unos angustiosos instantes, se da por perdida a Jean Grey… Y si todo esto suena a déjà vu, es porque efectivamente, ya se hizo una película a partir de este suceso.

Mientras, en un rincón apartado del mundo, Magneto, el antaño villano más temible del planeta, reconstruye su vida rodeado de paz, belleza natural y esa bondad que solo pueden dar los seres más queridos. El hombre, harto de dejarse consumir por sus propias tinieblas, decide abrazar la luz y disfrutar de la vida… hasta que la muerte vuelve a llamar a su puerta.

El edén en el que creía haberse instalado se convierte así en la antesala de un nuevo infierno. Y si todo esto suena a déjà vu, es porque efectivamente, ya sucedió en uno de los anteriores films de X-Men.

Así se presenta y así llega a nosotros Fénix oscura, séptima incursión de la Patrulla X en la gran pantalla (si no contamos las tres aventuras en solitario del muy solitario Lobezno).

Casi veinte años han pasado ya desde aquella primera vez en la que Bryan Singer (quien en aquel entonces todavía contaba con la complicidad de la industria) empezara a moldear lo que hoy es claramente el subgénero hegemónico en el cine-espectáculo.

Durante dos décadas, la superhero movie moderna ha ido pasando por unas fases que, a la larga, han confirmado que todo lo que sube baja… y que si en algún momento se vuelve a levantar el vuelo, es para volver a bajar inmediatamente.

En otras palabras: X-Men empezó liderando con sus dos primeras entregas, se hundió con la tercera (dirigida por Brett Ratner, otro director actualmente manchado), resurgió con la estupenda Primera generación de Matthew Vaughn… e inició un nuevo declive, curiosamente de la mano de su padre fundador.

Fénix Oscura, suerte de remake mal cocinado de aquella cinta de Ratner, aterriza con unas sensaciones previas demasiado marcadas por la evidente sensación de agotamiento que arrastra la franquicia. Por un rumbo errático que los fans ahora mismo esperan que se solucione desde los despachos: con la compra de Disney a 20th Century Fox haciéndose verdaderamente efectiva.

Mientras no se concreta la integración definitiva de esta saga al Universo Cinematográfico de Marvel, parece que solo quede cerrar los ojos, taparse la nariz y contener la respiración.

O sea, amortiguar el golpe que seguro que no podrá detener la breve experiencia como realizador de Simon Kinberg (encargado de dirigir tamaña papeleta)… Solo que al final, acudir a la sala de cine con las expectativas tan bajas, tal vez sea la mejor (¿y única?) cura preventiva para los tan anunciados males cinéfilos.

Dicho de otra manera: sin llegar a estar realmente bien, X-Men: Fénix oscura no está tan mal como cabía esperar. De hecho, sus primeros compases (que avanzan gracias a ese plus de valor que siempre dan las partituras épicas de Hans Zimmer) parecen presagiar un último capítulo glorioso, antes del cierre definitivo (hasta nuevo aviso) al que nos han obligado los designios empresariales de Hollywood.

En el espacio exterior, una escena de acción sorprendentemente bien respaldada a nivel productivo, hace que a nosotros, insensatos, se nos dibuje una leve sonrisa en la cara. Leve y, por desgracia, breve.

(a partir de aquí, este texto puede seguir leyéndose volviendo al primer párrafo, en honor-al y por contagio-del bucle sin fin que sugieren las líneas temporales y los universos alternativos de los X-Men)

Lo que viene a continuación, si es que has intentado avanzar, son las reminiscencias de una depresión que ya no puede curarse. De una agonía cuyos efectos solo pueden eliminarse (siempre que los legisladores no opinen lo contrario) librándonos a la eutanasia, o si se prefiere, a un fuego que ya no se sabe si es destructor o renovador (aunque poco importa su naturaleza, la verdad).

Es ahí el único momento en que Kinberg acierta con auténtica contundencia: a la hora de invocar una energía que, de buena o mala manera, haga que todo salte por los aires.

Una vez más, Charles Xavier y sus pupilos se ven envueltos en una nebulosa de conflictos tan repetidos (o en su defecto, tan mal desarrollados), que solo se puede confiar en que la acción más descerebrada nos abstraiga del evidente absurdo en el que nos encontramos.

Y así es, la poca pericia del director para filmar las descargas de adrenalina, se compensa con la maratoniana voluntad de ir empalmando set pieces hasta la saciedad, o sea, sin pensar en las posibles consecuencias de tanto exceso. Así muere el fénix. Otra vez. Y así renacerá, seguro. Estaba escrito (y filmado).

La combustión espontánea no como salvación, sino más bien como último gesto en la recámara, para preservar así una dignidad que, visto lo visto, no estaba tan perdida como habíamos querido creer.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.