Trazamos un recorrido por la filmografía del cineasta andaluz Manuel Summers, que dejó pequeñas joyas como ‘Del rosa al amarillo’ o ‘Juguetes rotos’

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12 Abr 2018
Juan Antonio Bermúdez
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Las primeras películas de Manuel Summers (Sevilla, 1935-1993) que vio mucha gente de mi generación fueron las de su famosa “trilogía de la cámara oculta”: To er mundo é güeno (1982), To er mundo é… mejó! (1982) y To er mundo é… demasiao (1985). Las recuerdo en el cine de verano de mi infancia, que tenía un bingo exprés en el descanso y se convertía luego en pista de baile cuando caía en la pantalla el último crédito. Entre escandalosas risotadas y montaditos de lomo al güisqui. En esos años de mascotas cítricas y demás movidas, parecíamos muy modernos, pero España estaba apenas desperezándose del tenebroso letargo franquista.

El género tenía al menos más de tres décadas: se cita como uno de los primeros ejemplos del recurso de la cámara oculta en el cine una serie de cortometrajes rodados en Estados Unidos a finales de los años 40, Candid Microphone. Pero el audiovisual español estaba virgen en esto, como en tantas cosas, y Summers supo aprovecharlo. En el verano del Mundial’82, se estrenaron en Estados Unidos ET, Blade Runner, Oficial y caballero, Tron y Conan el Bárbaro (llegarían aquí unos meses más tarde). Ahí es nada. Y sin embargo la sala que agotaba siempre las entradas tanto en los cines de la Gran Vía como en los de cualquier pueblo era la que proyectaba To er mundo é güeno.

Más o menos amañada, la cámara oculta iría perdiendo luego toda su ingenuidad, toda su gracia, hasta convertirse en una más de las perversiones televisivas. O tal vez siempre fue un formato perverso, no lo sé. Pero me gusta pensar que aquella gondad declarada en el título de la película de Summers era, en el fondo, un canto de amor a las clases populares, a la güena fe del españolito, así, en diminutivo, como lo escribió Antonio Machado. Y cuando se revisan en perspectiva aquellas tres películas se les puede reconocer por lo menos un valor testimonial, ya no tanto por enseñarnos de una forma quizá más directa que otras cómo era el paisaje o el paisanaje urbano de principios de los 80 sino por retener cierta huella sutil de lo que nos hacía reírnos o asombrarnos, de nuestra condición de seres perplejos, que como todo va evolucionando.


Un gran comienzo 

Pero el cine de Manuel Summers había tenido y tendría también otras vías, bastante más interesantes. Y en mi caso lo descubrí algunos años más tarde, un sábado que me encontré por casualidad en la televisión Del rosa al amarillo (1963). Ese había sido su primer largometraje, poco tiempo después de haberse titulado en el desaparecido (y recordado) Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas con una práctica de fin de carrera, el corto El viejecito, en la que ya se apuntaban sus maneras.

El limpio blanco y negro de su primer largo le debe mucho a una forma de mirar al semejante educada por el Neorrealismo y la Nouvelle Vague. Los niños y los viejos fueron dos de los grupos más retratados por esos dos trascendentales movimientos y Summers supo representar esos dos extremos de la vida con una complicidad conmovedora, inédita en el cine español. Y así se le reconoció aquel año con la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián.

En el pueblo de su padre, La Palma del Condado, fue todo un acontecimiento el rodaje de su segunda película, La niña de luto, tragicomedia que llevó a Summers a Cannes y que escenifica un conflicto clásico en la España rural de la época: el de una muchacha que debe aplazar su boda por los lutos familiares. El tono amable, incluso chistoso, preconfigura en esta película una de las características del cine de Manuel Summers: una negrura humorística profundamente enraizada en la cultura popular, un sentido tragicómico de la vida que compartía con otros compañeros de su otra gran vocación, el humor gráfico, como Gila, Chumy Chúmez o el mismo Forges, con los que coincidió en la legendaria publicación Hermano Lobo.

En El juego de la oca, a partir de un valiente guion firmado junto a Pilar Miró, cambió en cierto modo de registro y planteó la historia de un amor a tres bandas sin las connotaciones moralistas que la infidelidad conyugal tenía en el cine español de la época, pero cierto registro irónico chirría algo en el tono de la película, con la que en cualquier caso volvió a Cannes.

Mucho más interesante fue el giro que dio en su cuarto largo, Juguetes rotos (1966), documental muy personal en el que trabajó con el periodista Tico Medina para acercarse a una serie de ídolos caídos de la cultura popular española de las décadas anteriores, como el boxeador Paulino Uzcudum o el futbolista Guillermo Gorostiza, haciendo un retrato lúcido y respestuoso de la fugacidad de la gloria. Ha quedado, sin duda, como una de sus mejores películas, pero también le supuso una quiebra económica que le obligaría a hacer muchas más concesiones al cine comercial en sus siguientes tanteos profesionales.

 

Crónica de un país con las hormonas revueltas

No somos de piedra (1968) y ¿Por qué te engaña tu marido? (1969) podrían encasillarse en lo que despectivamente se ha conocido como el “landismo”. No solo porque Summers volviese a contar en ellas con Alfredo Landa (con el que ya había trabajado en La niña de luto) sino porque su fina sátira cedió terreno en ellas a un registro de comedia erótico-festiva bastante más grueso, en busca de la taquilla y en sintonía con los tiempos en los que la dictadura empezaba a abrir la válvula de escape del sexo en la pantalla con la representación de las obsesiones hormonales de los españoles, tantos años reprimidas.

Su lado más tierno supo darle sin embargo la vuelta a esa revolución hormonal que vivía el país y encontró otra vía comercial muy diferente, conectando con el amor infantil de Del rosa al amarillo en algo así como su prolongación adolescente: Adiós, cigüeña, adiós (1971). Esta historia de un embarazo “en pandilla” se convirtió en uno de los mayores taquillazos de la historia del cine español, con tres millones y medio de espectadores nacionales y con un extraordinario recorrido internacional. Tanto fue su éxito, que tuvo una secuela, El niño es nuestro (1973), que también funcionó en taquilla, aunque no al extraordinario nivel de la primera.

El descubrimiento sexual en la adolescencia fue uno de sus grandes temas recurrentes en esta década y centró también otros dos títulos, ¡Ya soy mujer! (1975) y Mi primer pecado (1977), que sufrieron los penúltimos coletazos de la censura y tuvieron una visibilidad mucho más discreta. Y casi como un epílogo de esta etapa y una bisagra entre las fases de su carrera quedaría El sexo ataca (1ª jornada) (1979), curioso experimento entre la ficción de sketches televisivos y el filme-encuesta (ese género tan querido para el cinéma vérité y sus ramificaciones), con los populares Tip y Coll como maestros de ceremonias.

 

Un talento singular 

Fueron al parecer sus películas de adolescentes que buscan sus primeros escarceos sexuales las que llamaron la atención en determinados ambientes cinéfilos estadounidenses y le abrieron la puerta para rodar allí. Y Summers aprovechó la ocasión para filmar otra de sus deliciosas rarezas, Ángeles gordos (1980), una comedia romántica protagonizada por un joven pianista obeso que decide adelgazar para conocer a una chica con la que ha contactado a través de un anuncio en un periódico. No funcionó bien en taquilla y a los productores, al parecer, les pareció más convencional de lo que esperaban de un auteur europeo. La carrera estadounidense de Summer quedó así solo en una etapa, pero Ángeles gordos bien merece un visionado, es otra meritoria y modesta joyita.

Ese exótico revés empujó a Summer a otra casilla de salida muy distinta y vendría en los años siguientes la ya comentada “trilogía de la cámara oculta”. Y en medio de la segunda y la tercera entrega de la misma otro tanteo irregular pero sorprendente: La Biblia en pasta (1984), una parodia del Antiguo Testamento que tiene una clara deuda con los Monty Python y La vida Brian.

En esos años, Hombres G, grupo liderado por su hijo David Summers, se va convirtiendo en un fenómeno de masas y Manuel no dudó en poner su cámara y su talento a disposición de su mayor gloria en ¡Sufre mamón! (1987) y ¡Suéltate el pelo! (1988), vehículos puros para multiplicar la promoción del grupo en las pantallas.

Cronológicamente, serían su epílogo cinematográfico, ya que no volvería a filmar antes de su muerte, en 1993. Pero es mucho más justo valorar como cierre de su carrera otra cinta inmediatamente anterior, Me hace falta un bigote (1986), de poco éxito y mucho encanto, como casi todas las mejores muescas en la carrera del cineasta sevillano. Declaradamente autobiográfica, es la historia de un director de cine (Manolo, para más señas) que al recibir una carta de su primer amor de la infancia decide acabar cuanto antes una película que está rodando en la calle con cámara oculta y empezar un nuevo proyecto que evoque los recuerdos de su pasado.

El cartel, que muestra al director, en su infancia, ante un espejo, observando su bigote pintado, conecta de forma explícita con una de las escenas más memorables de Del rosa al amarillo, en la que Guillermo, el niño protagonista, busca un ansiado primer rastro de vello en su axila. Esa correspondencia cierra un círculo maravilloso en el que quedan una veintena de largometrajes excepcionales, buenos, malos y regulares, pero siempre de interés: crónicas tragicómicas de la educación sentimental de una generación y de una persona (en sus distintas edades) de talento muy singular.

*Se cumplen ahora 25 años de la muerte de Manuel Summers y 150 personalidades del cine andaluz han hecho público un manifiesto con intención de reivindicar y recordar su obra.


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