Carlos Marques-Marcet vuelve a soprender con una historia pequeña sobre el amor, el temblor de la madurez y sus tragicómicas circunstancias, Un buen guion y la actuación sobresaliente del trío protagonista, Oona Chaplin, Natalia Tena y David Verdaguer, hacen de ‘Tierra firme’ una de las películas españolas del año.

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26 Nov 2017
Juan Antonio Bermúdez
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FICHA TÉCNICA

Título original: Anchor and Hope
Duración:  115 min.
Nacionalidad: Gran Bretaña-España
Director:  Carlos Marques-Marcet
Guión: Carlos Marques-Marcet y Jules Nurrish
Fotografía: Dagmar Weaver-Madsen
Montaje: Juliana Montañes y Carlos Marques-Marcet
Intérpretes: Oona Chaplin, Natalia Tena, David Verdaguer, Geraldine Chaplin, Trevor White, Laara Rossi, Philip Arditti, Charlotte Atkinson, Meghan Treadway

Hay algo en los planteamientos de Carlos Marques-Marcet que me desmotiva. No descarto que sea un incómodo exceso de identificación. Hay algo que me hace ir rezongando desde la puerta de mi casa hasta la taquilla del cine, pensar que tal vez esa tarde encuentre algo mejor en la cartelera, inventar excusas para hacer otros planes.

Me ocurrió con 10.000 kilómetros (2014). Quizá por la propia pereza de afrontar los fantasmas del amor a distancia (esa otra manera de nombrar al amor), por la propia pereza de afrontar mis fantasmas. Y me ha vuelto a ocurrir con esta Tierra firme, demasiado vecina de la tierra que piso, que vivió su estreno mundial en la inauguración del Festival de Cine Europeo de Sevilla y llega ahora a los cines.

Nos habla su sinopsis de una pareja de lesbianas treintañeras que viven en un barco en los canales de Londres. Una de ellas (Oona Chaplin) escucha los últimos timbrazos, cada vez más estridentes, del reloj biológico de su instinto maternal. La otra (Natalia Tena) vive un enamoramiento libérrimo y despreocupado. A las dos, las visita un tercer personaje (David Verdaguer), un amigo locuelo, seductor, payaso, empático y donante potencial de pececitos.

Sin hacer mucho ruido, la premisa de una comedia hipster se va descomponiendo y reconvirtiendo en algo más agudo, mucho menos superficial. Y es mérito de una interpretación sobresaliente del trío protagonista. De su capacidad para implicarnos sin pudor en su intimidad de camarote, en sus diálogos de borrachera cómplice, en su placer y su dolor. De su transparencia emocional y del excelente trazado de su perfil dialéctico que trae sin desmerecimiento alguno a ese hueco de la memoria en el que siempre estamos haciendo comparaciones el fascinante romanticismo urbano de Éric Rohmer.

Pero también, y diría sobre todo, es virtud de un guion escrito con una prodigiosa elocuencia y un envidiable sentido de la proporción tragicómica: cuando la historia, los personajes y hasta los espectadores nos ponemos estupendos, un espejo discreto nos refleja mortales, sutilmente patéticos; cuando se tensa el drama y la trama se vuelve demasiado trascendente, algún chiste se cruza.

Tanto se beneficia el conjunto de ese frágil equilibrio que, hasta un personaje secundario y de apariencia caricaturesca como el que interpreta Geraldine Chaplin, termina adquiriendo una importancia imprevisible, redimensionada en cada una de sus breves apariciones. Suma contrapunto, perspectiva y contexto a la tesis de la película, honesta y humilde como pocas: solo la compañía ayuda en el temblor existencial sobre el que camina cada personaje, extensión en la pantalla del Peter Pan con el que todos convivimos más allá de la edad y las generaciones.

Una Londres navegable, sorprendentemente poco vista, aporta en la apertura de anchos travellings fluviales algunos de los tramos más hermosos del metraje. Y no desde la simple concesión estética que puede complementar la austeridad de la dirección artística y la fotografía, sino desde la carga semántica de una metáfora continua y creciente que explota todo su sentido en un final encantador.

Hay algo en las películas de Carlos Marques-Marcet que me reconcilia con el mundo desde el momento mismo en el que llego a la butaca.

 


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