Sean Baker, gran referente del cine ‘indie’ estadounidense actual, ha encontrado en la niña Brooklyn Prince una guía excelente por los márgenes más áridos de Disneyworld. ‘The Florida Project’ solo tiene una nominación al Oscar, la de Willem Dafoe como actor de reparto, pero nos parece una de las películas del año.

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11 Feb 2018
Juan Antonio Bermúdez
the nest

Título original: The Florida Project
Duración: 115′
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Sean Baker
Guion: Sean Baker y Chris Bergoch
Fotografía: Alexis Zabé
Montaje: Sean Baker
Intérpretes: Brooklynn Prince, Bria Vinaite, Willem Dafoe, Christopher Rivera, Valeria Cotto, Mela Murder,

 

Si Antoine Doinel era el indiscutible héroe infantil del existencialismo europeo de mediados del XX, parece justo consagrar a Moonee, la tierna gamberra de 6 años que protagoniza The Florida Project, como referente de ese otro existencialismo líquido que empantana este primer cuarto del siglo XXI en esa vaga geografía también fluida que denominamos “Occidente”. La convergencia entre Los 400 golpes y The Florida Project va más allá de los homenajes que la segunda pueda hacer a la primera (el final quizá es el más bello y explícito) y más allá de la herencia que muchas películas con mocosos le deben a la cámara de Truffaut. Lo trascendental en ambas es que consiguen retratar a través de la mirada y la acción infantil cierta desubicación, cierta náusea existencial que compartimos todos, niños y adultos.

La película de Baker habla así del desarraigo como forma de estar en el mundo; aunque no por elección sino por condena, por condición social. Todos sus personajes principales habitan la pintoresca arquitectura apastelada de un complejo de moteles vecinos de Disneyworld que se construyeron con la ambición de alojar visitantes del parque temático por excelencia, sin tener en cuenta que Disney también integraría hoteles más atractivos en su negocio. Y ese extravagante no lugar ha quedado así como refugio barato de gente muy humilde, desheredados a la espera de un punto de giro que les invite al sueño que divisan desde sus balcones de pesadilla. Mientras, sus niños traman travesuras y las cumplen.

Sobre la despreocupada libertad infantil para jugar entre las ruinas de una civilización azucarada, crece la película. Sin superflua solemnidad, discurre por la comedia y la tragedia, por la alocada suavidad indie de sus planos felices y la rasposa adjetivación de sus conflictos. Vivimos en la piel dura de Moonee y su pandilla un verano libertario, dispensado de ceros en conducta, que pone en evidencia el disparatado orden global de los adultos, mucho más grave que las posibles disfunciones de una familia monomarental.

Como Moonee, interpretada por Brooklyn Prince (apunten ese nombre, aunque ojalá la dejen vivir como niña y no como la star que ya vende el papel couché) con ese desparpajo asombroso que solo es posible en el virtuosismo diletante, vamos acumulando los retazos de información que van tejiendo esta historia de bruta desigualdad social y frágiles redes de amparo.

Desde nuestras butacas, tal vez tracemos una tranquilizadora frontera. Es muy probable que proyectemos nuestra identificación hacia Bobby (el personaje por el que Willem Dafoe ha conseguido de forma muy merecida su tercera nominación al Oscar), como peón integrado que trata de mantener con bonhomía y paciencia una cierta armonía en medio de un caos sobrevolado continuamente por helicópteros. Pero no deberíamos ignorar que ese caos nos incluye y nos retrata.


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