Wes Anderson roza la genialidad formal con una cuidada animación ‘stop-motion’ que homenajea a Japón y plantea una parábola política algo naïf

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22 Abr 2018
Juan Antonio Bermúdez
the nest

Título originalIsle of Dogs
Duración: 101′
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Wes Anderson
Guion: Wes Anderson, Roman Coppola, Jason Schwartzman y Kunichi Nomura
Fotografía: Tristan Oliver
Montaje: Edward Bursch, Ralph Foster y Andrew Weisblum
Música: Alexandre Desplat
Dirección artística: Curt Enderie
Intérpretes de voz en el original: Bryan Cranston (Chief), Koyu Rankin (Atari), Edward Norton (Rex), Bob Balaban (Kin), Bill Murray (Boss), Jeff Goldblum (Duke), Kunichi Nomura (Alcalde Kobayashi), Greta Gerwig (Tracy Walker), Akira Ito (Profesor Watanabe), Harvey Keitel (Gondo), Yoko Ono (Yoko-ono), Scarlett Johansson (Nutmeg)

Reconoce Wes Anderson en las entrevistas la influencia casi espiritual de Akira Kurosawa en su noveno largometraje. Y es fácil seguir el rastro del Kurosawa más pendenciero y su profeta Toshirô Mifune (Los siete samuráis, La fortaleza escondida, Yojimbo…) en este cruce de razas cinematográficas que es Isla de perros.

Las deudas narrativas, estéticas y culturales van, sin embargo, como en otros filmes del director tejano, mucho más lejos: graban un delicioso ukiyo-e del “Japón imprescindible”, del sushi al sumo, pasando por los haikus, el kabuki o la percusión taiko que abre y cierra en los créditos. Y en esa atiborrada estampa se cuelan también las alusiones más o menos explícitas a otros numerosos iconos no nipones, como el mitin de Ciudadano Kane o la anónima y legendaria fotografía Almuerzo sobre un rascacielos, por no hablar de la universal Yoko Ono, que le pone nombre y voz a un personaje secundario pero con mucho encanto.

Como Kurosawa, Anderson es un cineasta meticuloso hasta la extenuación. Llena cada segundo de metraje con una enorme cantidad de estímulos e informaciones que a veces generan en el espectador una cierta sensación de estar perdiéndose hilos, anotaciones, guiños. Y lo hace con un primoroso preciosismo de miniaturista.

Detrás, quedan cifras difíciles de asumir: cuatro años y medio de trabajo de un equipo de casi setecientas personas. Y la renuncia a la famosa CGI, las imágenes generadas por ordenador que dominan (y en muchos casos desaniman, desalman) la animación contemporánea, en favor de un fabuloso stop-motion al que tampoco le cabe ya el apellido artesanal pero que consigue un efecto mucho más sincero, tangible, ajustado por una composición fascinante que exprime al máximo la expresividad de las sombras y los ángulos, entre otros recursos. Si a eso le añadimos la genialidad de Alexandre Desplat en el universo sonoro, es difícil poner en duda la consideración de Isla de perros como una auténtica joya formal y una de las mejores películas de animación de lo que llevamos de siglo.

¿Qué le falta entonces para convencer como obra total? Por lo pronto, algo más de profundidad en el discurso político. Estos perros insulares y su situación misma, deportados a un confín inmundo en el que no estorban sus ladridos ni supone una amenaza su mala salud, pueden identificarse fácilmente con muchos referentes en los telediarios actuales. Y sin embargo, su desgracia y su aventura se plantean en la película como una fórmula de resolución muy sencilla. Es necesario simplificar esa parábola para ampliar el público objetivo, soy consciente, pero quizá podrían caber algunas capas interpretativas más en esa “teoría de la conspiración” a la que se alude varias veces.

¿Qué le sobra? Por lo pronto, algunas líneas de diálogo que me parecen muy significativas de la escasa conciencia en las cuestiones de género que sigue teniendo el cine mainstream contemporáneo.


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