El Festival de Gijón ha rejuvenecido en su 56ª edición con una programación rupturista, con grandes éxitos de la temporada festivalera y muchas sorpresas propias. Nos lo cuenta el crítico Víctor Esquirol

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28 Nov 2018
Víctor Esquirol
the nest

Y con ésta fueron 56. El FICX (Festival internacional de Cine de Xixón) siguió adentrándose en su propia década de los cincuenta, y con ello, pareció rejuvenecer. El mandato de su director, Alejandro Díaz Castaño (quien no se privó de comentar lo orgulloso que estaba de la selección de películas de este año, y no era para menos) confirmó la ruptura con la anterior etapa comandada por Nacho Carballo.

La cita se alejó de las trifulcas políticas (que ya le tocaba) y abrazó los debates cinéfilos, alimentados éstos, como ya se ha dicho, por una colección de películas que trajeron a Gijón algunos de los títulos más fundamentales de la temporada festivalera.

Así, cada día nos topábamos, casi sin querer, con greatest hits de Sundance, Berlín, Cannes, Venecia, Locarno, San Sebastián… pero también con los nuevos trabajos de esos autores que, por razones que cuestan entender, escaparon de la atención previa de esas grandes plazas. Tanto en la compilación como en el hallazgo, el FICX se descubrió como uno de los certámenes más ineludibles de este 2018.

Tres nombres en el palmarés: de lo emergente a lo consagrado

Buena cuenta de ello da un palmarés en el que lucieron, desde la Sección Oficial, tres nombres que nos llevan desde lo emergente hasta lo consagrado, en un abanico que sirve para entender mejor el panorama actual de la autoría a nivel mundial. Desde el Extremo Oriente llegó el maestro Hong Sangsoo con el díptico compuesto por Hotel By the River y Grass. El primer título se hizo con el Premio a la Mejor Película, al Mejor Actor (para Ki Joobong) y al Mejor Guion (escrito, cómo no, por el propio director). Desde Latinoamérica llegó Dominga Sotomayor (otra perla made in Locarno) con Tarde para morir joven, la cual reeditó el Premio a la Mejor Dirección ya conquistado en la cita suiza, además del Premio a la Mejor Fotografía (para la bella labor visual de Inti Briones).

Hotel by the River

Por su parte, el “viejo continente” aportó el nuevo trabajo del siempre provocador (y en parte por esto, reivindicable) Radu Jude: I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians. El director rumano, uno de los artistas más sobresaliente de las ya de por sí sobresaliente nueva ola de cineastas surgidos de su país, se hizo con el ex aequo en la Dirección, además de con el galardón a la Mejor Dirección Artística (para Iuliana Vilsan).

Un tridente titular que habría sido la envidia de cualquier otro -gran- festival del mundo. El surcoreano Hong Sangsoo, una de las vacas sagradas de la cinefilia moderna, triunfó con sus nuevas dos películas. Grass y Hotel By the River recuperaron el blanco y negro de su primera filmografía para dar un tono espectral (si no directamente mortuorio) a su habitual juego de repeticiones y variaciones. Noches interminables de soju, cafés golfos y encuentros más o menos románticos en hoteles desconocidos.

Hong Sansoo miró al cielo… y nevaba

Situaciones aparentemente blancas; joviales, que se ennegrecieron con un tono que nos hablaba de ese fin del que todos (o al menos casi todos) huimos. Espacios que no nos pertenecían conquistados con esa calidez humana marca de la casa. Un poso emocional (y espiritual, por qué no decirlo) construido a través de una apariencia naíf que realidad sólo podía considerarse como testigo incorruptible de una pureza (en la mirada, en la escritura) sólo al alcance de los grandes maestros humanistas. Hong Sangsoo miró al cielo y nevaba. El blanco de arriba impregnó la parte inferior de la pantalla. Un suelo habitado por unos personajes en tránsito. De un sitio a otro, de una pareja a otra, de un estado (del alma) al siguiente… Tan simple, y a la vez tan complejo, tan precioso.

‘Tarde para morir joven’, coming of age ennoblecido

Virtudes (y resultados) similares lució Dominga Sotomayor en su largometraje de consagración. Tarde para morir joven hizo de la belleza en la filmación y del gusto por el retrato naturalista, la puerta de entrada a un terreno que parecía ir mucho más allá de la nostalgia. Regreso a una época concreta que en realidad fue el regreso a una edad teóricamente perdida.

El cine como vehículo para mirar atrás y, por supuesto, para volver. A esa etapa vital regida por las primeras veces; a ese momento en que parecía que el mundo iba a arder por obra y gracia de nuestros deseos irreprimibles. El coming of age, de repente, se ennobleció, sin tener que sacrificar por ello ese espíritu rebelde sobre el que suele construirse su discurso, en lo que claramente fue una jugada redonda, tanto a nivel estético como, sobre todo, ético.

Tarde para morir joven

En las -incómodas- fronteras que delimitan esos últimos terrenos, se movió como pez en el agua Radu Jude, artista siempre en forma que vino a complementar (por aquello de estrechar lazos, que nunca viene mal) las tesis que sugirió el palmarés de la 15ª edición del Festival de Cine Europeo de Sevilla. Ahí se coronó el prolífico Sergei Loznitsa con el tríptico compuesto por Donbass, Victory Day y The Trial, sendas miradas al siempre peliagudo asunto de la memoria histórica, más peliagudo si cabe en un continente europeo al que se le acumulan los deberes por resolver. Pues bien, esa lista kilométrica de inquietudes se alargó con la llegada del director y guionista rumano.

I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians hizo del juego metafílmico la excusa ideal para invitarnos a mirarnos al espejo y reírnos, de paso, por pura vergüenza. Inconveniencias técnicas (pero sobre todo morales) de la representación histórica, de un horror aún no superado, y por esto, malinterpretado… vaya usted a saber si de forma perversa o accidental. En cualquier caso, ahí estaba Radu Jude, sonriendo para que le siguiéramos en la actitud, pero sobre todo para que nos perdiéramos en el ejercicio más complicado: el examen de conciencia.

Olivia Colman pide un Oscar

Y por si todo esto supiera a poco, el palmarés de la Sección Oficial fue completado por el más que previsible (y aún más merecido) Premio a la Mejor Actriz, que fue para Olivia Colman, por su híper-oscarizable trabajo en La favorita, deslumbrante nuevo trabajo de Yorgos Lanthimos que sirvió como -envidiable- película de apertura en el FICX.

Además, el cine local, habitual cuenta pendiente en este tipo de celebraciones, también tuvo su espacio con el Premio Especial del Jurado. Éste fue para Cantares de una revolución, de Ramón Lluís Bande, uno de los cineastas asturianos de carrera más consolidada; más comprometida con las causas (perdidas, a lo mejor, pero para nada olvidadas) de una tierra y de sus gentes.

Las ausencias, la mejor noticia

Aunque la mejor noticia para el festival se plasmó, paradójicamente, en las ausencias. Y es que no fueron pocos los que, al saberse el fallo del jurado, se quejaron por todos aquellos títulos que no habían logrado ser recordados en el palmarés. Ahí quedó la húngara One Day, de Zsófia Szilágyi, asfixiante odisea urbana de una madre en las angustiosas trincheras del día a día.

Drama contenido de fuerza volcánica latente, a razón de los compromisos acumulados por una mujer siempre al borde del desbordamiento. Una película que en realidad parecía la medida anti-natalidad más efectiva de la historia… hasta que descubrió su última carta, en un discreto pero sobre todo emocionante desenlace que reivindicó, muy a la postre, esa fuente inagotable de desilusiones como último refugio posible con respecto a un mundo (exterior) a todas luces hostil.

Pulsiones parecidas invocaron Josephine Decker y Andrew Bujalski (buques insignia del indie más auténtico, acompañados éstos por Joel Potrykus, otro defensor de la causa). La primera con Madeline’s Madeline firmó un impresionante ejercicio de inmersión impresionista a través de una tempestad sensorial que nos puso en la mente atormentada de una joven (Helena Howard, auténtica fuerza de la naturaleza) que se sentía atacada por los estímulos magnificados de su entorno.

Madeline’s Madeline

Fue una pirueta cinematográfica memorable: lo que se presentó como un intensísimo ejercicio de estilo (un tour de force a nivel formal, vaya) se fue transformando en estudio de personajes igualmente trepidante. El impacto de las apariencias hizo temblar la psicología de unas personas convertidas en imágenes y sonidos tan frágiles como potencialmente destructores.

Por su parte, Andrew Bujalski se adentró, con Support the Girls, en las tensiones de la era MeToo. Lo hizo en el escenario que, a lo mejor, más llamaba a abordarlas. En un bar tipo Hooters, un grupo de camareras fue destapándose (tanto en el sentido literal como en el figurado) para reivindicar los valores de la sororidad como defensa más efectiva ante los acosos (ídem) de una sociedad empeñada en interaccionar con modales de depredadora.

Support the Girls

Temática agria tratada con la dulzura, para nada edulcorante, de la comedia casual. Un trabajo menor, sí, pero que no en vano nos remitió a los proyectos más desenfadados del maestro Richard Linklater. Comparativa que sirve, por lo menos, para recordarnos el buen saber hacer de una de las voces más injustamente en la sombra del cine americano moderno.

Mientras, sin hacer ruido, Joel Potrykus nos invitó a tomarnos un respiro de la Sección Oficial. En Rellumes tuvimos la oportunidad de ver su nuevo film: Relaxer, propuesta a la altura de las expectativas con las que la recibimos. La voz más punky del indie contemporáneo volvió a asociarse con Joshua Burge, suerte de Buster Keaton en los tiempos de Donald Trump, es decir, en los que el destino del mundo parece decidirse, de forma muy absurda, en los sótanos donde se celebran los maratones de videojuegos más suicidas.

Relaxer

El espíritu arcade de Billy Mitchell (inolvidable villano del documental ‘The King of Kong: A Fistful of Quarters’) despertó el fantasma del efecto 2000, el cual invadió esta aventura de salón con planteamientos survival. En la asfixia del encierro, Potrykus mostró su grandeza. La cámara pivotó constantemente para captar estallidos inolvidables de comedia que hicieron degenerar el slapstick en splastick, y con ello, con tanta carcajada, parecía que nos acercábamos más y más al fin de los tiempos.

Antes de llegar a ese punto fatídico, volvimos a la Sección Oficial y nos reconciliamos con el universo. Milagro cortesía de Abbas Faddel, quien nos llevó, en Yara, a una especie de paraíso que estaba, eso sí, a las puertas de su propia desaparición. En un remoto valle del Líbano, la joven protagonista que ponía título a la película empezaba a escuchar las llamadas de la edad adulta. El director, embriagado de bondad humanista, convirtió las tensiones a las que normalmente invita la temática (y ya puestos, la geografía) y las convirtió en plataformas para elevar su visión luminosa de la juventud, divino tesoro ciertamente amenazado, pero por lo visto, preservable desde el convencimiento de su propia pureza.

‘Wildlife’, un reparto entonadísimo

Delicioso último respiro que nos concedió la Sección Oficial… antes de volver a hundirnos en la miseria. El golpe de gracia fue doble, y se tradujo en otras dos notables películas. Paul Dano sorprendió con Wildlife, su debut en la dirección. Para ello, escribió a cuatro manos, junto a Zoe Kazan, una adaptación de la novela Incendios, de Richard Ford.

El resto pareció ir a cargo de un reparto entonadísimo (en el que brillaron Carey Mulligan, Jake Gyllenhaal y Ed Oxenbould), pero en realidad el mayor mérito tuvo que adjudicarse a una realización que para nada se correspondía con el status de novato de su encargado. Buen pulso narrativo y puesta en escena sobria para un drama de desintegración familiar que pareció calentar aquella Tormenta de hielo de Ang Lee, James Schamus y, por supuesto, Rick Moody. Ninguno de estos referentes le vino grande a Dano. Casi nada.

El segundo y definitivo golpe de gracia lo dio Ognjen Glavonic con The Load, terrorífica intriga en la que el olor putrefacto de la memoria histórica (estábamos ahora en la Serbia de 1999) fue la “carga” no sólo del camión que conducía su protagonista, sino que también actuó como losa moral en una conciencia colectiva manchada por la complicidad (más o menos directa) con los crímenes más atroces. El silencio y las miradas desviadas no pudieron acallar, ni mucho menos distraernos de aquella injusticia que todavía hoy espera ser debidamente tratada.

Lo sabía Glavonic y nos lo recordó con un escalofrío desalentador que nos dejó, al menos, con la esperanza de que el cine puede ser una excelente medida de prevención ante uno de los grandes males de nuestros tiempos: la pérdida de memoria.

The Load

 

Pues bien, decía que los miembros del jurado no se acordaron de ninguna de estas siete últimas películas. Dolió a quienes necesitan la legitimidad de los galardones, pero alegró, y de qué manera, a los que saben ver el éxito de un festival cinematográfico no en base a las decisiones del último día, sino a través del trabajo precedente.

Dicho de otra manera, las dolorosas ausencias en los premios no dejaron de ser reflejo de lo más importante: esto es, un esfuerzo titánico a nivel de programación que configuró un corte final tan potente que no podía caber ni en tres palmareses juntos. Señal de que esta 56ª edición del FICX fue, efectivamente, memorable.

Secciones paralelas que brillaron

Para (otras) muestras, la de unas secciones paralelas que brillaron con igual fuerza. En Rellumes, al ya comentado boom Potrykus, se le sumó el nuevo trabajo de Marie Losier, el documental Cassandro The Exotico!, envolvente mezcla de magulladuras físicas y heridas de una alma igualmente torturada, en un retrato muy trabajado ya desde el tratamiento vintage de la imagen. Más allá del plano visual, sorprendió la evolución narrativa de una película de repente convertida en rito chamánico; en purga espiritual a partir de lo audiovisual.

Sin salir de Rellumes, pudimos tener una cata variada de los atípicos sabores propuestos por el “otro” cine español. Octavio Guerra jugó con la no-ficción: En busca del Óscar se rió del -falso-mito del glamour y prestigio en la -vieja- crítica cinematográfica, encarnada ésta por un Óscar Peyrou deambulando en los límites propuestos por el Joaquin Phoenix de I’m Still Here. Juan Rodrigáñez se movió en Derechos del hombre por derroteros cómicos similares, estirando aún más sus filias marcianas ya expuestas en El complejo de dinero, y riéndose, más si cabe, de las insalvables distancias que separan a los artistas, esos extraterrestres, de nosotros, pobres humanos.

Realidades marginadas

Mientras, en HamadaEloy Domínguez Serén hizo de la observación hipnótica la mejor manera de acercamiento a realidades marginales y, desde luego, marginadas. En este caso, la de un campo de refugiados del Sahara que llamaba a la empatía del espectador no a través de atajos emocionales, sino del seguimiento de una serie de rutinas que nos hablaban en realidad de un aprendizaje vital que sólo podía dirigirse hacia una emancipación individual… para lograr, quizás, la de un colectivo entero.

A todo esto, Maider Oleaga recuperó en Muga deitzen de Pausoa (vista en la Sección Llendes) la figura de Elbira Zipitria para reivindicar el papel de la voz femenina en la preservación y transmisión de la cultura vasca. Lo hizo desde la clarividencia de una técnica fílmica en armonioso diálogo con el pasado, y desde la sinceridad de a quien no le queda otra que darse por aludida por la materia tratada.

Hamada

La participación española en el FICX adquirió aún más entidad con el emocionante recibimiento del Teatro Jovellanos a José Luis Cuerda, quien correspondió el calor del público con unas lágrimas que, al igual que su filmografía, ya son “historia de nuestro cine”. El autor de la que seguramente sea la mejor comedia jamás concebida en nuestro territorio (es decir, Amanece, que no es poco) presentó su nueva película, Tiempo después, secuela espiritual de, precisamente, aquel hito.

De puesta en escena envejecida, pero de escritura siempre afilada, la nueva apuesta del maestro lució como un film a ratos divertidísimo y orgullosamente fallido… porque al fin y al cabo, fallidas son las revoluciones que han ayudado a construir esa identidad española que tan bien conoce este cineasta de Albacete. Pudimos comprobarlo también en la proyección (en 35mm) de su ópera prima, Pares y nones, interesante punto de partida para una carrera que, vista desde la posición privilegiada de este 56º FICX, sólo puede definirse como desternillantemente redonda.

Colaboración con el Festival de San Sebastián

Como redonda fue, por cierto, la iniciativa Crossroads, puente de colaboración entre Gijón y Donostia para traer a la cita asturiana algunos de los grandes éxitos de Zinemaldia. Un programa que debe aplaudirse no sólo por la calidad de las películas invocadas (entre las que encontramos títulos tan fundamentales como In Fabric, de Peter Strickland, Nuestro tiempo, de Carlos Reygadas, o High Life, de Claire Denis), sino por abrir vías de comunicación donde antes parecía que sólo podían haber miradas recelosas y codazos.

Por fin, las direcciones de algunos certámenes del país parecen haber entendido que si sustituyen la competición por la colaboración, se beneficia tanto al público como la difusión (siempre necesaria) de las obras por las que todos sentimos tanta devoción. Sitges, que ya había estrechado lazos en el pasado, siguió sumándose a la fiesta con la “cesión” (si se me permite) de otra de las películas más imprescindibles del año: Lo que esconde Silver Lake, apabullante oda a la serendipia pop a manos de David Robert Mitchell.

Por último, la retrospectiva dedicada al cine experimental de Johann Lurf se reivindicó como el mayor descubrimiento de todo el certamen. Su largometraje ‘★’, precioso montaje a partir de clips de otras películas en los que se vieran cielos estrellados fue un viaje alucinante a través del tiempo (y del espacio, claro) en el que la pantalla se convirtió en una bóveda celeste eternamente iluminada.

Star

Un testigo sin igual de los cambios en la percepción cósmica que sirvió como preludio a un igualmente impresionante programa de cortos en el que brillaron Reconnaissance, Embargo y Vertigo Rush, sendas deformaciones del mundo que nos rodea a través del juego con los métodos de filmación. Cine que atacaba; cine que estimulaba… cine importante. Por vibrante, por único, por dar sentido a una cita tan importante como, efectivamente, lo fue este FICX.


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