Ziad Doueiri plantea un ejercicio de reconstrucción histórica y moral a partir de un estúpido incidente en Beirut

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18 Mar 2018
Juan Antonio Bermúdez
the nest

Título original: L’insulte
Duración: 110′
Nacionalidad: Líbano-Francia-Bélgica
Dirección: Ziad Doueiri
Guion: Ziad Doueiri y Joelle Touma
Fotografía: Tommaso Florirlli
Montaje: Dominique Marcombe
Música: Éric Neveaux
Intérpretes: Adel Karam (Toni Hanna), Kamel El Basha (Yasser Abdallah Salameh), Rita Hayek (Shirine Hanna), Camille Salameh (Wajdi Wehbe), Diamand Bou Abboud (Nadine Wehbe)

Dentro de ese subgénero tan cultivado como variopinto que es el cine de juicios, las mejores películas son aquellas en las que el juicio en sí es lo menos importante, casi el recurrente MacGuffin que hace emerger algo mucho más amplio y de mayor interés. Así sucede por ejemplo con clásicos como La herencia del viento (Stanley Kramer, 1962) o Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962), pero también con este otro filme que, aunque tiene menos empaque y resulta algo más simple en sus planteamientos, viene con un buen currículum festivalero (entre otros, Premio del Público en la Seminci y Copa Volpi en Venecia para su protagonista) y aprovecha a la perfección el subgénero judicial como herramienta de disección social.

La anécdota, el litigio, puede parecer incluso desproporcionada, inverosímil desde su desencadenante: Toni, cristiano de un vecindario humilde de Beirut, derrama un poco de agua por accidente sobre la cabeza de Yasser, palestino y capataz de una obra pública que se está haciendo en el barrio. Ese pequeño incidente cotidiano desata una tensión que irá creciendo sobre el impulso de otros giros de guion más o menos forzados, hasta convertirse en un violento brote de dimensión nacional por el que sangrarán una vez más las heridas mal cerradas de la sociedad libanesa.

El juicio entre Toni y Yasser ocupa más de la segunda mitad de la película, como un armazón narrativo sobre el que se van engarzando los que se adivinan como verdaderos intereses del guion; a veces, sin miedo a las convenciones, dejando brillar los alegatos de los dos abogados (espléndidas las interpretaciones de Camille Salameh y Diamand Bou Abboud) e integrándolos en la emotiva subtrama de su vínculo; en otras ocasiones, con apéndices algo más toscos, como las imágenes testimoniales que se proyectan en una escena o los convulsos flashes de memoria que asaltan a Toni.

En Ziad Doueiri, que por cierto tiene un curiosísimo pasado como primer asistente de cámara de Tarantino (en algunas de sus primeras películas: Reservoir dogs, Pulp Fiction, Jackie Brown…), que al menos en apariencia no le ha dejado demasiadas secuelas, hay una clara voluntad pedagógica: la intención de explicar un contexto sociopolítico a partir de un suceso privado. Y la película cae por eso a menudo en una autoexigencia de aportación informativa.

Hay que admitir que un espectador ajeno a ese entorno geopolítico muy probablemente sale de la sala de cine con algunas nociones de historia más de las que tenía al entrar y sobre todo con la curiosidad excitada, con una necesidad de conocer más su pasado para encajar algo más el horror que nos salpica desde su presente.

Pero lo mejor de la película creo que no es su competencia para documentar desde la ficción un conflicto concreto, la Guerra Civil Libanesa o las tensiones político-religiosas en Oriente Próximo, si abrimos más el foco. Lo que la convierte en una útil herramienta pedagógica es su capacidad para aludir al fondo personal de cualquier conflicto civil que en el mundo ha sido; para ahondar en una peripecia narrativa ridícula e identificar gracias a ella los traumas, el origen doloroso que impulsa el perverso magnetismo del rencor. Y para mostrar que “pasar página”, ese acrobático ejercicio moral al que aluden con frecuencia los personajes, no tiene nada que ver con las proclamaciones institucionales ni con las sentencias judiciales, sino con un gesto personal y mucho más pequeño: reconocer el dolor del otro.


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