El Almodóvar más autorreferencial revela el dolor que hay detrás de la gloria y reverencia al deseo como motor de la vida

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24 Mar 2019
Juan Antonio Bermúdez
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Título originalDolor y gloria
Duración: 108′
Nacionalidad: España
Dirección y guion: Pedro Almodóvar
Fotografía: José Luis Alcaine
Montaje: Teresa Font
Música: Alberto Iglesias
Dirección de arte: María Clara Notari
Intérpretes protagonistas: Antonio Banderas (Salvador Mallo), Penélope Cruz (Jacinta), Asier Etxeandía (Alberto Crespo), Leonardo Sbaraglia (Federico), Nora Navas (Mercedes), Julieta Serrano (Madre), Asier Flores (Salvador niño), Raúl Arévalo (Padre),  César Vicente (Albañil), Pedro Casablanc (Doctor Galindo), Julián López (Presentador de la Filmoteca)

De Bergman a Fellini, que podrían considerarse dos modelos extremos de la autobiografía en el cine, pasando por muchos otros que incluso han convertido su propio cuerpo en un vehículo que transparenta su identidad (Allen, Moretti, Varda…), la tentación de desnudarse en un personaje propio ha sido irresistible para muchos cineastas. La de llevar a la pantalla una crisis creativa, también. Al final, si nos ponemos estupendos, todo cine es autobiográfico.

Almodóvar ha ido dejando innumerables pistas a lo largo de su carrera de todo aquello que lo ha ido modelando como icono de la contracultura absorbido por la cultura: su origen rural; su militancia entre el pop y el punk; el orgullo de su sexualidad; sus mitos musicales, literarios, cinematográficos…

Para lo bueno y lo malo, el personaje Almodóvar es la esencia cool de la España de la Transición, con sus excesos y sus miedos, con la memoria de su rabia y el repliegue acomodado de sus michelines. Hasta el punto de que el hastío por ese protagonismo impuesto primero desde los márgenes y luego desde la oficialidad se ha convertido también en otra más de sus señas públicas: no hay más que recordar el desdén que su trasunto Salvador Mallo le dedica al libro Cómo acabar con la contracultura, de Jordi Costa, en uno de los guiños más sarcásticos de Dolor y gloria.

Es comprensible así que la persona Pedro Almodóvar, de oficio director de cine, haya tenido la necesidad de retirar un par de capas de su maquillaje público, coqueteando con la pantalla como espejo pero sin renunciar a la ficción.

Si le hacemos caso a Pedro, el filme no es autobiográfico y tampoco nace de la autoficción. Es maravillosa esa otra anécdota que también cuenta sobre las vecinas de su madre, que se enfadaban al reconocerse en sus películas.

Sí es autorreferencial. Alude, desde un relato paralelo, a ratos alegórico y a ratos mimético, al propio relato en el que el director reconoce su vida. Y yo me arriesgo a entender el origen de esa autorreferencialidad como una voluntad mayor que en sus obras anteriores de explicarse a sí mismo y explicarse a los demás; de revelar el dolor que hay detrás de la gloria; de venerar al deseo y sus múltiples formas, las de la carne y las de la creación artística, como motor de la vida.

En ese punto, creo que la pregunta pertinente que solo cada espectador puede responder es: ¿consigue interesarme esa explicación? A mí, sí, pero no demasiado. O al menos no tanto como las que pueda encontrar en otras películas del mismo Almodóvar.

Es incuestionable su maestría en el relato audiovisual. Su talento para cruzar con fluidez tiempos y personajes, para tensar lo inverosímil hasta hacerlo creíble, para abrir universos en detalles. Al fin y al cabo, hay pocos méritos mayores en el cine y por eso es siempre un disfrute pasar cien minutos en una sala oscura con el director manchego.

Es precisamente cuando la película se intuye como un calco, allí donde más se reconocen las autorreferencias, cuando menos emoción me llega.

En muchos planos, Antonio Banderas hace una imitación soberbia de Pedro Almodóvar; clava sus gestos, sus titubeos, su temblor. Es capaz de invocar su imprecisa mestura de fragilidad y firmeza. Pero no puedo dejar de ver su trabajo como una imitación. Y además, cuando no está en plano y solo escuchamos su voz, como en la fascinante escena que incluye animaciones de Juan Gatti, su tono de lectura (algo que depende más de la dirección que de la interpretación) me aleja, me enfría.

En el balance general, me siento turista en este paseo por el dolor y la gloria. Asisto a él con distancia. Ni el tormento físico, ni la tormenta creativa despiertan mi compasión. El culto al deseo lo he encontrado menos idealizado (y por tanto más natural) en otros filmes de Almodóvar. Y el tributo a la esencia rural siempre me decepciona, tal vez porque yo también fui un niño de pueblo y ninguna estampa encaja con mis propias idealizaciones.

Una de las excepciones de esa distancia viene curiosamente de otro trabajo actoral deslumbrante: el de Julieta Serrano. Solo por la escena en la que ella y su hijo hablan de la muerte, ya podría recomendar la película.

Quién sabe, tal vez como en el caso de Sabor, una de las ficciones dentro de esta ficción, quizá dentro de treinta años (o tal vez muchos menos) vuelva sobre ella y me parezca la obra maestra que ahora no veo. No lo descarto.

 


Un comentario sobre “‘Dolor y gloria’: Cerca de Pedro, lejos de Almodóvar

  1. Cierto, Banderas más que recrear un alter-ego de Almodóvar, hace una imitación del director. Por momentos, muy buena.
    En general, una película muy desigual, decadente, fría, aburrida. No puedo recomendarla de ninguna forma. Si la dirige otro, fácil que ni la proyecten más que en dos cines en toda España.

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