Mejor Ópera Prima en la Berlinale y Biznaga de Oro en el Festival de Málaga, ‘Verano 1993’ es una sobresaliente presentación para su directora, Carla Simón, que logra un retrato conmovedor y lleno de verdad sobre la infancia y el despertar al mundo.

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2 Jul 2017
Juan Antonio Bermúdez
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Mientras conducía de vuelta a casa, ensayando mentalmente las primeras líneas de esta crítica y todavía deslumbrado por la fascinante naturalidad de Verano 1993, intentaba encontrar en mi memoria del cine español una mirada de una actriz infantil que destile una verdad tan intensa como la de Laia Artigas en esta película.

Solo se me ha ocurrido un caso: Ana Torrent en El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973). Y la comparación con uno de los grandes hitos de nuestro cine no me parece descabellada. Esta de Carla Simón, como aquella, es una ópera prima (Erice solo había dirigido antes un segmento de un largo colectivo, Los desafíos, y algunos cortos). Y los ojos de Laia, como los de Ana, con apenas seis veranos en el mundo, llegan vírgenes ante la cámara; solo así puede entenderse la honestidad encantada y brutal con la que miran los fuegos artificiales, los animales degollados, la vida, la muerte.

Pero la verdad que devuelven los planos de Verano 1993 no es solo cosa de Frida, su protagonista. El casting completo, mezcla de profesionalidad y talento salvaje, en tono con una dirección de actores intuitiva y brillante, conquista gesto a gesto la empatía del espectador. Pocas veces he comprendido tan bien las razones y la sinrazón de cada personaje de un reparto, sus decisiones y sus dudas, toda huida, todo enojo, toda lágrima.

La otra gran baza de esta emocionante historia familiar es un guion que mide con una maestría asombrosa la potencia del subtexto, la información que se muestra y la que se sugiere o se sobreentiende. Y una capacidad asimismo admirable para vehicular la historia desde la edad de la protagonista, para sumar sus percepciones a nuestra inevitable observación adulta, materializándolo incluso con la posición de la cámara, cuando en muchas escenas (pienso por ejemplo en la de la carnicería) se mantiene a la altura de los ojos de la niña y el universo de los adultos transcurre en un ajeno pero consciente fuera de campo visual y sonoro.

Todo sirve al objetivo de acompañar a Frida-Laia en su descubrimiento paulatino, golpe a golpe, de aquello que cantaba Gil de Biedma en uno de sus poemas más recordados: “que la vida iba en serio”.

Y, para terminar, me parece imprescindible dejar aquí una reflexión paralela, aunque exceda al objeto mismo de esta crítica. Verano 1993, cuyo guion se desarrolló por cierto en un laboratorio tutelado por los sevillanos Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, ganó el Premio a la Mejor Ópera Prima en la Berlinale y la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga. Para mí, es una de las mejores películas españolas de los últimos años (y no es solo una opinión mía, también es algo que comparte, por ejemplo, Lino Escalera en esta entrevista que pude hacerle hace unas semanas).

A pesar de haberse estrenado en pleno verano, con algo más de relax en la competencia, su capacidad para aguantar en la cartelera va a ser, sin embargo, muy reducida. No tiene detrás el altavoz de un gran grupo mediático y sale solo con dos copias en Madrid y tres en toda Andalucía: una en Sevilla capital, otra en Málaga y otra en Granada. Y sin duda juega asimismo en su contra el hecho de estar rodada en catalán. A los espectadores españoles nos han educado para rechazar el subtitulado, pero es además muy triste que aceptemos con toda normalidad diálogos en perfecto castellano de Burgos para un actor nacido en Wisconsin pero le pongamos pegas al doblaje de uno nacido en Gerona.

Por todo eso, si van a ver Verano 1993 y les gusta, cuéntenlo. Es la única manera de que pequeñas maravillas como esta, que hacen mejor el mundo, consigan llegar a más público.


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