La cineasta Agnès Varda ha muerto a los 90 años y esto no es una necrológica. Quiere ser apenas un agradecimiento personal y una invitación al espigueo, tal y como nos enseñó ella.

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29 Mar 2019
Juan Antonio Bermúdez
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Descubrí la obra de Agnès Varda muy tarde, al doblar la esquina del milenio, en un pase de Los espigadores y la espigadora (2000) en la mítica Cinemateca de UGT, en Sevilla. Podría decir que desde muchos años antes me sabía casi de memoria la cinematografía completa de Truffaut y de Godard, y también había visto sobre todo en las horas de videoteca de la facultad muchas películas de Jacques Rivette, de Èric Rohmer, de Alain Resnais y de muchos otros de sus compañeros de ola.

Entre La Pointe-Courte (1955), su primera película, y 2000, Varda había dirigido ya una quincena de largometrajes, otra quincena de cortos y muchas piezas híbridas para la televisión. Y sin embargo no llegué a ella hasta su declaración vocacional sobre el espigueo, que se abrió ante mí como una de las metáforas más precisas de muchas de las cosas que más me han fascinando siempre en el cine, entre ellas su capacidad para intervenir en la sociedad.

Por supuesto, Agnès Varda no había inventado el ensayo cinematográfico. A Chris Marker se le reconoce su identificación como género y otros muchos cineastas (entre ellos Resnais o Godard, sin ir más lejos) lo acogieron igualmente desde sus inicios como forma militante de gran parte de su obra.

Varda también, y mucho antes de 2000. Solo hay que tomar casi al azar cualquiera de sus obras encasilladas en el “documental”: de O saisons, ô châteaux (1958) a Daguerrotipos (1976); de Salut les Cubains (1971) a Les dites cariatides (1981), por citar solo algunos ejemplos muy diferentes. Encontramos en todas esa particular manera suya de entender el ensayo cinematográfico como confluencia del documento, el experimento y el cuaderno de viajes. Un ir de acá para allá tomando muchas veces aquello que otros desechan o aquello que pasa desapercibido a otras miradas.

Lo que sí creo es que Los espigadores y la espigadora supuso para una generación de espectadores (e incluso me atrevería a decir que también de nuevos cineastas) el descubrimiento de un modo de presentar el mundo radicalmente generoso desde la primera persona.

Los vicios machistas de la historia nos habían ido escondiendo la obra de Varda tras el fulgor de las carreras iguales o incluso menores en méritos de muchos cineastas hombres de su generación. Una vez que muchos la descubrimos, tuvimos la sensación de que no solo nos habíamos estado perdiendo las películas concretas de una autora sino también un modo de mirar el mundo posible, común y necesario, transformador en el sentido más político del término.

En su manera de entender el ensayo cinematográfico, ese otro contenedor impreciso que llamamos documental y, por extensión de ambos, el cine (incluidas sus propuestas de ficción), creo que no solo hay el valor de una reconocible mirada personal sino también mucho de esa decantación que los feminismos han ido aportando al pensamiento colectivo: la empatía, el cuidado de los afectos, el ecologismo entendido como acción inmediata sobre lo inmediato…

Y hay también la llamada de un cine portátil, abierto, democrático y democratizador que ha ido anticipando algunas de las potencias que la tecnología ha empezado a facilitar en las últimas décadas. Cine de bajo presupuesto y equipo reducido, cine pobre de recursos pero capaz de documentar, relatar e interpretar el planeta entero y sus rincones, empezando por nuestra propia calle.

Esa liberación de la cámara que la Nouvelle Vague propugnó recogiendo el impulso décadas antes de Dziga Vertov y de todos aquellos que a lo largo de la historia han querido desprenderse del caparazón de los estudios para buscar la vida, encontró quizá en Agnès Varda su testigo más fiel y luminoso: todo el poder del cine en las manos y los ojos de una mujer frágil, considerada “abuela” casi desde su juventud y activa hasta los 90 años en los que la muerte le ha sobrevenido. Incluido el valor de mostrarse en cámara, de convertirse en sujeto de sus propias acciones sin que nos importe demasiado la mediación del oficio de la interpretación, arriesgando a veces su intimidad emocional pero sin exhibicionismo, como en su penúltima obra, Caras y lugares, reseñada por aquí hace unos meses.

Se me ocurren por todo ello pocos modelos de empoderamiento mayores, mejores y más positivos para las generaciones que están y las que vienen. Salut les Glaneurs ! El mundo es vuestro.

 


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