Con la excusa del estreno de ‘ 78/52’, repasamos la legendaria escena de la ducha de ‘Psicosis’, tres minutos trascendentales para la historia de la cultura audiovisual

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24 Jun 2018
Juan Antonio Bermúdez
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En unos días se estrena en España 78/52. La escena que cambió el cine, documental de Alexandre O. Philippe premiado en el último festival de Sitges que disecciona la archiconocida escena de la ducha de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). Nos ha parecido una buena excusa para revisar la película y reflexionar, en la línea del documental de Philippe, sobre las razones por las que las 78 tomas y 52 cortes que estructuran estos tres minutos de escena fueron tan trascendentes para la historia del cine.

 

Todo sucede demasiado pronto

Quizá lo primero que hay que considerar es cuándo ocurre la escena. En una película de 109 minutos, resulta sorprendente que la aparente protagonista muera cuando apenas se cumple la primera hora de metraje. Es impensable en la estructura de cualquier thriller clásico, pero es que Psicosis es cualquier cosa menos un thriller clásico.

No es cómodo encariñarse con los personajes de Hitchcock. A veces, como en este filme, es incluso inexacto referirse a la relación entre público y protagonistas con el concepto “identificación”. Pero antes de la ducha fatídica los espectadores han tenido tiempo de implicarse en la huida de la ladrona Marion Crane, de acompañarla en su precipitación hasta el motel de Norman, siguiendo las pistas falsas, los cebos que el perverso director británico va dejándonos para que nos enredemos y entremos en el juego inevitable de anticipar su destino. Hemos ido suponiendo que la policía la va a detener o que ella misma se va a entregar. Hemos pensado incluso que el joven y tímido hostelero la ayudará de alguna forma. Pero no, lo que nos encontraremos más o menos a la mitad será un giro brutal, una puñalada que rasga el eje narrativo de la película.

 

La atracción de los fragmentos

El pionero soviético Lev Kuleshov ya había identificado cuarenta años antes una de las bases de los lenguajes audiovisuales y en concreto del montaje: el denominado “efecto Kuleshov“. Por él, por decirlo con palabras simples, la asociación de dos planos continuos genera en el espectador una tercera idea. La asociación de fragmentos, exprimida así con maestría por los soviéticos en su clásico montaje yuxtapuesto, se destila en Hitchcock para construir la escena de la ducha como un mosaico de vistas fraccionadas.

Como en la también famosa escena de la Escalinata de Odessa en El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925), en la ducha de Marion no veremos ni el espacio ni su cuerpo completos. Solo trozos, fragmentos que irán tensando el fuera de campo en nuestra imaginación hasta hacerlo casi insoportable.

Los primeros, todavía ajenos a cualquier sombra amenazante, resultan de una extraordinaria sensualidad. Durante un minuto vemos  a Marion despojarse con soltura del albornoz, entrar en la bañera, enjabonarse y disfrutar del agua, con el fondo fantasmagórico de la opaca cortina y la única presencia, enigmática pero inofensiva y generosa en su derroche acuático, de la alcachofa de la ducha.

Una decisión magistral de dirección dejará su cabeza en la zona inferior del encuadre y lo irá cerrando hasta centrar la atención en la sombra que se aproxima tras la cortina. Y justo cuando esta la descorre, estalla el escalofriante chirrido musical de Bernard Hermann y el montaje se acelera al ritmo macabro del cuchillo chascando contra la carne, hendiéndose.

Todo pasa sin una visión de conjunto. Un primerísimo primer plano de la boca de Marion, ya icónico, ha dado el vano grito de alarma. Asesino y cuchillo quedan a contraluz. El cuerpo agredido se revuelve como puede: su torso, sus piernas sobre las que ya chorrea la sangre de chocolate, la mano tirante que intenta agarrarse a la vida y resbala por los azulejos.

Con la música más atemperada, la mano derecha de Marion se alarga hacia la cámara como solicitando ayuda más allá de la pantalla, pero solo acierta a agarrar la cortina. Y de nuevo los objetos, las argollas que se descuelgan y la alcachofa que sigue con su riego, son la única, inservible presencia.

La unidad de esas partes compone el horror, pero éste solo existe en la cabeza de los espectadores.

 

La imagen signo

Toda esa potencia autónoma de cada imagen, libre para construir emociones y sensaciones al asociarse con otras, llega a su culmen en los dos últimos planos. El agua teñida se escurre en remolino por el desagüe. La espiral, ese símbolo tan recurrente en Hitchcock (solo hay que revisar, por ejemplo, Vértigo) va a fundirse en el plano siguiente con el ojo abierto y ya sin vida de Marion, sobre el que gira la cámara en otro remolino terrorífico. El plano se va abriendo y reconoceremos ya la mirada frontal y hueca de la muerte.

De alguna forma, en la escena de la ducha se condensa algo que está en toda la película: la importancia de la impresión por encima de la historia y los personajes. En las conversaciones entre Hitchcock y François Truffaut (recogidas en el libro El cine según Hitchcock), esa referencia fundamental para cualquier cineasta, cinéfilo o cinéfago, cuando el francés le pregunta si Psicosis podría considerarse un filme experimental, el director británico explica con bastante lucidez su fascinante vocación manipuladora:

“Mi principal satisfaccción es que la película ha actuado sobre el público, y es lo que más me interesaba. En Psicosis, el argumento me importa poco, los personajes me importan poco; lo que me importa es que la unión de los trozos del filme, la fotografía, la banda sonora y todo lo que es puramente técnico podían hacer gritar al público. Creo que es para nosotros una gran satisfacción utilizar el arte cinematográfico para crear una emoción de masas. Y, con Psicosis, lo hemos conseguido. No es un mensaje lo que ha intrigado al público. No era una novela de prestigio lo que ha cautivado al público. Lo que ha emocionado al público era el filme puro.”

Se ha llegado a hablar de Psicosis y de la escena de la ducha como del “nacimiento del cine moderno”. Pero esa definición me parece un tanto vacía o, al menos, inconcreta. Aunque Hitchcock rehuya el término, veo más acertada la alusión a lo “experimental” que utiliza Truffaut. Y, sin demasiado afán por darle una trascendencia inaugural, lo que sí es innegable es que Psicosis consigue trabajar en una posible vía que estaba ya en el cine desde sus orígenes pero que cedió terreno casi hasta la claudicación definitiva al imperio de lo narrativo, de la historia. Y Psicosis burla ese imperio en el corazón mismo de la industria.

 

La perversión de la mirada

No he visto aún el documental de Alexandre O. Philippe pero por lo que he leído parte de una cita de Edgar Allan Poe: “La muerte de una hermosa mujer es, incuestionablemente, el tema más poético del mundo”. Con independencia de la distancia cultural que deba tenerse en cuenta con respecto al contexto original de la cita, es indudable que sitúa el éxito de la película y de la escena en sí en un territorio incómodo pero que es necesario explorar.

El apuñalamiento de Marion Crane en Psicosis marca una sublimación de la violencia en la pantalla que luego han prolongado con fortuna desigual muchísimos otros directores: de Martin Scorsese a Quentin Tarantino, por citar solo a dos de incuestionable éxito con la crítica y el público. Hitchcock apuntó al filón de cierto voyeurismo del horror que los espectadores hemos asumido como algo connatural a la naturaleza humana, cargando además esa perversión de la mirada con un componente de dominación sexual.

La gran pregunta es: ¿es inocente fomentar ese voyeurismo o tiene efectos más allá de las pantallas? La discusión sigue dando para muchos otros artículos.


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